CAPITULO
36.-
El
viaje fue francamente bueno, tengo que reconocer que a los pocos minutos de
despegar me quedé profundamente dormido. En la escala en Roma, no era necesario
bajarse del avión por lo que no me moví de mi asiento. Como a las cuatro horas,
una azafata muy amable me ofreció algo de beber, me tomé un gin tonic que me
sentó de maravilla. El avión no se movió en todo el tiempo que duró el vuelo,
parecía como si estuviera suspendido en el aire y por lo único que sabía que
íbamos avanzando era por una pantalla de televisión en el fondo que indicaba,
mas o menos, a la altura y que países íbamos atravesando. Comí un menú que para
ser de esos preparados no estaba mal, me tomé un café y me volví a quedar
dormido. No había leído ni cincuenta hojas del libro que me había comprado
cuando por los altavoces de a bordo, el piloto nos anunció que en unos veinte
minutos esperaba estar en el aeropuerto de Adis Abeba. Nos daba las gracias por
volar en su compañía aérea, esperaba que el viaje hubiera sido de nuestro
agrado y que la temperatura era de unos veinticinco grados. Mientras efectuaba
las maniobras de aproximación, pude apreciar que la capital era muy grande, con
algunos edificios altos, auténticos rascacielos, que no esperaba encontrarme.
Por fin aterrizamos con suavidad y en pocos minutos estaba esperando las
maletas en la cinta transportadora.
Enseguida
vi a un individuo alto que levantaba un cartel con mi nombre, me acerqué, le
dije que era yo, me recibió con una amplia sonrisa y con un inglés a su manera
me comunicó que el coche nos esperaba fuera, que me podía tomar un café que él
se encargaba de todo - Gracias - le
contesté y me senté en una cafetería próxima donde degusté un buen café. Salí a
la calle después de atravesar el control de pasaportes, donde, cosa rara, no me
pusieron ningún tipo de problemas y allí estaba con su cartel el etíope que iba
a ser mi primer compañero en ese país. Me abrió la puerta de una destartalada
furgoneta, llena hasta arriba de todo mi equipaje, me senté a su lado y me
comentó
-
Dr. Cubiles – me miró a través de unos ojos
extremadamente azules – bienvenido a Etiopía, espero que su estancia entre
nosotros sea muy buena para usted. Si le parece salimos ya hacia Debark
-
¿Ahí está la ONG?
– pregunté mientras me quitaba la chaqueta
-
No, desde Debark
hasta donde está la Srta Jane hay como una hora de camino.
-
¿Y de aquí a Debark?
– no me importaba demasiado pero si me gustaría hacerme una idea del tiempo que
estaría en aquella furgoneta
-
En Etiopía nunca
sabemos el tiempo – me volvió a mirar sonriente – todo depende de como se
comporte el coche y la cantidad de tráfico que nos encontremos, pero calcule
que unas seis o siete horas
-
¿Seis horas? –
abrí los ojos expresando mi sorpresa
-
Por mi – abrió la
ventanilla y saludó a alguien que le contestó levantando muchos los brazos – se
puede dormir y cuando desee me lo dice y paramos en cualquier bar, tomamos algo
y continuamos, porque yo no tengo ninguna prisa. Solo tengo la orden de la Srta
Jane que lo lleve sano y salvo al campamento y espero que sea así.
La
furgoneta arrancó dejando tras de sí un reguero de polvo que impedía ver absolutamente
nada de lo que íbamos dejando. Las ventanillas no cerraban del todo, el polvo
se metía por todas partes y la sensación de calor se iba haciendo cada vez mas
insoportable. La carretera por llamarla de alguna manera era una especie de
“corredoira gallega” eso si, muy ancha, con baches cada cinco metros que nos
hacía casi parar el coche para no perder el equipaje.
-
¿Como te llamas? – le pregunté al conductor
-
Me llamo Hammed,
pero en el campamento todo el mundo me conoce por Pepe
-
¿Cuánto tiempo llevas
trabajando allí?
-
Yo vivía en una
aldea cercana, iba todas las mañanas a la escuela y cuando acabé mis estudios
de primaria, me fui a Debark a aprender a conducir. Hace como unos cinco años
coincidí con la Srta. Jane y ya me quedé con ella hasta hoy
-
O sea que se
puede decir que tu eres su hombre de confianza
-
Bueno, no tanto –
parecía muy orgulloso de su misión – lo que mas hago es ayudar en el hospital y
andar con la furgoneta de aquí para allá buscando a gente como Usted, llevando
pacientes, comida y cosas por el estilo
-
¿Te puedo hacer
una pregunta indiscreta? Si no quieres no me contestes
-
Pregunte,
pregunte lo que quiera que yo no tengo secretos
-
¿Cuánto cobras?
-
Nada – soltó una
sonora carcajada - ¿cómo voy a cobrar si vivo allí? No cobro nada, faltaría
más, pero a cambio desayuno, como y ceno
todos los días y hasta la Srta. Jane me da alguna ropa, como esta que llevo
puesta ¿le parece poco?
-
Si tu estás de
acuerdo me parece bien, pero si has estado en la ciudad tú sabes que la gente
por hacer su trabajo cobra una cantidad.
-
No se crea,
Señor, aquí hay mucha gente que por la comida trabaja y no cobramos nada.
-
¿Hay mucha
miseria?
-
En las ciudades
grandes, si, pero en las aldeas como en la mía, no lo pasamos tan mal, el campo
nos suministra casi todo y algunos, como pasa en mi familia, tenemos un rebaño
de cabras y con eso vamos viviendo.
-
¿Sois muchos de
familia?
-
Nosotros, los
Misaun, somos unos cien, pero viviendo en la aldea somos como treinta o así
Un
volantazo bastante brusco interrumpió nuestra conversación, la furgoneta se
tumbó hacia un lado, pensé que íbamos a volcar, pero Pepe con habilidad logró
hacerse cargo de la situación, disminuyó la velocidad hasta que se paró
totalmente al borde de la carretera cerca de una especie de cabaña que tenía un
surtidor de gasolina de esos de hace cien años en España. Se bajó haciéndome un
gesto para que yo permaneciera en el interior y a los pocos minutos, abrió la
puerta de mi lado, me invitó a salir, me explicó que se había reventado una
rueda y que tendría que bajar todo el equipaje para sacar la de repuesto y eso
le llevaría mas o menos una hora
-
¿Quiere usted esperar en la gasolinera?
-
¿No necesita que
le ayude?
-
No, no – me
indicaba que me fuera – no se preocupe porque esto aquí es muy frecuente y el conductor
del primer coche que pase me ayudaré. No se preocupe.
La
gasolinera o lo que fuera aquello, era una cabaña de no más de cuatro por
cuatro metros, a mí me recordaba a aquellas que había en las cunetas de las
carreteras de España cuando yo era niño y que normalmente vendían frutas u
cualquier producto del campo, con tres o cuatro sillas con el escudo de Texaco,
una mesa larga llena de botellas vacías, papeles, restos de comidas, algún
periódico viejo y al fondo lo que se suponía que era el dueño, con una camiseta
de los Lakers, gorra de Texaco, pantalones cortos y una zapatillas viejas por
las que asomaban unas uñas de los pies que no habían conocido el agua en muchos
meses. Me acogió con amabilidad y me ofreció una Coca Cola y si quería me podía
dar algo de comer. Le dije que mejor esperaba a que viniese mi conductor y me
senté en una de las sillas. A unos cien metros estaba la furgoneta que estaba
siendo vaciada por lo menos por cinco personas que se habían acercado para
interesarse por la avería. Pensé que si esto ocurriera en algún país europeo
era muy sencillo que desapareciera la mitad del equipaje, pero aquí todos iban
dejando las maletas a un lado, pegadas unas a otras y lo mas curioso es que
todos y cada uno de los improvisados ayudantes parecían conocer a la perfección
su trabajo y los hacían con una coordinación que me recordó a los equipos que
colaboran en la Fórmula Uno, con la diferencia que estos vestían una especie de
falda de colores sujeta a la cintura. Solo uno llevaba un pantalón azul corto y
una camiseta del Real Madrid y era con diferencia el más elegante. En poco más
de un cuarto de hora habían bajado todos los bultos de la caja de la camioneta,
había desmontado la rueda que había sufrido “el reventón”, habían colocado unas
piedras a modo de gato, cambiado por la rueda de repuesto y habían colocado
otra vez todo el equipaje como si nada.
Mi conductor les dio las gracias, no se porqué pensé que les invitaría a
tomar algo por su amabilidad, pero los despidió con cordialidad y ellos continuaron
su camino sin ni siquiera mirar para atrás.
Pepe
se aproximó lentamente hacia la cabaña donde yo estaba sentado, aproximó la
furgoneta hacia un surtidor casi tan antiguo como la gasolina que albergaba en
su interior y que se veía a través de una especie de contenedor de cristal. El
dueño se levantó, se colocó la visera de su gorra hacia atrás y con una colilla
en la boca se aproximó a nuestro vehículo, habló con Pepe unos segundos, cobró
lo que tuviera que cobrar y enchufó la manguera de la gasolina al depósito y se
volvíó a sentar con parsimonia. A los pocos minutos, se levantó como si supiera
cual era el momento en que el depósito estaba lleno, volvió a poner la manguera
en el su habitáculo natural, apagó la colilla, se colocó la gorra con la visera
mirando para delante en su posición natural y se volvió a sentar no sin antes
hacerme un pequeño guiño y decirme con una voz ronca:
-Ahora toca esperar al siguiente
cliente.
Pepe
me preguntaba si quería tomar algo o prefería continuar. Le contesté que mejor
sería intentar avanzar lo más rápido posible porque si no tendría que conducir
por la noche
-
Por mi no se
preocupe – me respondió mientras se introdujo en su boca un caramelo que sacó
del bolsillo del pantalón - ¿quiere uno?
-
No gracias, voy a
intentar dormir un poco
-
Me parece muy
bien porque todavía nos faltan unas horas
Cerré
los ojos con la intención de dormir algo y de paso hacer que el viaje se me
hiciera más corto. Sin embargo a los pocos minutos, todavía no había logrado
dormir ni medio segundo,la furgoneta se volvió a parar. Abrí los ojos pensando
que habríamos tenido otro percance pero
mi sorpresa fue mayúscula cuando delante del parabrisas tenía la cara de un
camello que me observaba con atención. Pepe se partía de risa mientras yo
trataba de hacerme cargo de la situación
-
¿Se puede saber
que pasa?
-
Nada – Pepe no
podía disimular su entretenimiento – nos hemos encontrado con una caravana que
está cruzando el camino y no hay más remedio que parar y esperar.
Los
camellos con enormes fardos en sus jorobas pasaban espoleados por sus
cuidadores que con largas varas les azuzaban para tratar de cruzar lo antes
posible. Sin embargo, los porteadores no tenían la menor prisa y hasta alguno
de los camellos, posiblemente los más cargados, se sentaron en medio del camino
como si de una manifestación se tratara, solo les faltaban unas cuantas
pancartas exponiendo sus reivindicaciones. Al cabo de una media hora, más o
menos, se despejó el camino y continuamos. El camino, ahora si, parecía más
vacío, la caravana ya circulaba por un lateral y era hora ya de volver a cerrar
los ojos no sin antes darme cuenta que discurríamos por una larguísima recta
que parecía terminar en una cadena montañosa que se adivinaba casi en el
infinito. Esta vez si logré dormirme como un lirón, supongo que soñé como me
pasaba casi siempre pero no me acordaba de nada. Pasarían dos horas o quizás
algo más y cuando abrí los ojos me pareció que había cambiado absolutamente de
destino. Ahora el camino era mucho más liso, posiblemente un poco mas estrecho,
pero rodeado por un inmenso bosque de unos árboles enormes, parecidos a los
eucaliptus, que se mecían al ritmo de un intenso viento que se había levantado
y que provocaba una auténtica nube de polvo que impedía en parte la visibilidad
-
¿Que tal Pepe? – le miré en la semi penumbra
que comenzaba a llenar todo el bosque – parece que me he dormido un poco –
sonreí todavía con el cansancio reflejado en mi rostro - ¿Qué tal vamos?
-
Muy bien, Doctor
– me contestó agradecido por darle un poco de conversación – tenemos que hacer
una parada en el pueblo próximo y después como en una hora y media o dos
estamos en el Campamento.
-
¿Solo nos queda
una hora y media? Muy bien, lo que quiere decir que he dormido bastante
-
Si, si – Pepe se
volvió a reir, sacó del bolsillo el enésimo caramelo – y, no se si lo han dicho
alguna vez, pero ronca casi igual que un camello – hizo una especie de bufido y
soltó una sonora carcajada – un par de veces le he dado algún pequeño codazo
pero estaba muy dormido y no he querido molestarle más.
-
Se lo agradezco
porque vengo medio muerto.
-
Vamos a hacer una
pequeña parada para echarle un poco de aceite al motor, tomamos algo y
seguimos. Mire, ya hemos llegado
Llamar
al lugar donde paramos un área de descanso sería mucho estando como estábamos
rodeados por todas partes de un impresionante bosque, pero por lo menos nos
permitía separarnos un poco de la carretera. Como en otros muchos lugares del
recorrido una pequeña cabaña era toda nuestra compañía. Pepe se bajó, habló con
una niña, no tendría más de doce o trece años,
de impresionantes ojos azules y ella le contestó con una sonrisa que
dejaba ver todo su agradecimiento por haber tenido la deferencia de parar en
su, entre comillas “restaurante”. Abrió la puerta de mi lado y me invitó a
sentarme en una silla y a continuación desapareció como por encanto, Pepe abrió
el capó del coche, vació casi una botella entera de aceite en su interior,
colocó nuevamente el tapón, se lavó las manos y se sentó conmigo
-
¿Le ha gustado la
chica? – me miró con simpatía – se llama Lisa y trabajó algunos meses con
nosotros, pero se casó y se vino a vivir aquí con su marido
-
Pero parece una
niña muy pequeña.
-
No es tan pequeña
– Pepe parecía como sorprendido – ya tiene por lo menos, once o doce años y sus
padres la casan con alguien que ofrezca una buena dote
-
¿Y tiene hijos? –
pregunté todavía como si aquello me pareciera una barbaridad
-
Que yo sepa tiene
dos, pero hace tiempo que no la veía y lo mismo tiene alguno más
-
¿Y vive aquí todo
el año?
-
Si – Pepe miró a
su alrededor – la cama no está porque su marido se conoce que no está, es
pastor y cuando vuelva la colocará aquí – señaló hacia una esquina de la cabaña
-
¿Y sus hijos?
-
Supongo que se
los habrá llevado con sus padres porque aquí ellos solos tienen un poco de
peligro
-
¿Los pueden
secuestrar?
-
Algunas veces se los llevan y los padres no
los vuelven a ver.
-
¿Los matan? –
pregunté aterrado
-
Habitualmente no,
posiblemente los quieran mas para transplantes de órganos y cosas por el estilo
e incluso muchos estarán por ahí trabajando para alguien
-
¡Que barbaridad!
– la verdad es que desde que pisé tierra etíope me parecía que estaba viviendo
como en la Edad Media y cada vez que Pepe me contaba algo, se confirmaba más mi
teoría. Las carreteras eran un poco mejores, no mucho más, que los caminos
romanos que se veían en España, la gente no se la veía mal, se notaba que
estaban alegres, pero no se porqué me parecían que tenían, aparte de una gran
pobreza, un especie de rictus en sus caras como si les faltara algo para ser
felices o como si estuvieran resignados con su destino. Espero que, según los
vaya conociendo más, o se confirme mi teoría que era solo una impresión porque
no tenía razones objetivas para pensar así, entre otras cosas, porque no llevaba
ni ocho horas en este país. Pensando en todas estas cosas estaba cuando
apareció a través de una especie de cortina que hacía las veces de pared, Lisa
con una olla en la mano. De un pequeño mueble sacó unos platos, dos cucharas,
unas tazas como de te, sirvió una ración a cada uno de algo que podía ser como
una especie de cocido y juntando las manos se retiró sentándose en el suelo a
unos pasos de nuestra mesa.
-
¿No se va a sentar con nosotros? – pregunté
mirándola ahí en un rincón
-
Eso aquí sería como un pecado muy gordo y si
la viera el marido seguro que la repudiaría y sería juzgada y lo más posible es
que un tribunal la castigara con una pena de varios años de prisión.
-
¿De verdad? –
parecía mentira lo que estaba viviendo
Pepe
esbozó una sonrisa, me sirvió un poco de esa especie de caldo, también lo hizo
en su plato, lo probó y asintió con la cabeza como reconociendo la calidad de
la comida.
-
¿Quiere un poco
de te?
-
Bueno
Inmediatamente
Lisa se puso en pié, se ajustó una especie de pañuelo que llevaba en la cabeza
y poniendo una olla pequeña encima de un fuego, hizo un te que nos sirvió en
las pequeñas tazas y a continuación volvió a su lugar original sentada en el
suelo.
-
Me parece que
tengo mucho que aprender y espero que poco a poco vaya conociendo vuestras
costumbres.
-
Seguro que si,
pero no se preocupe que a la Srta. Je
Terminamos
la comida que al final no estaba tan mala como su aspecto parecía indicar,
tomamos una pieza de algo que podía parecerse a una piña, nos despedimos
juntando las mano ceremoniosamente y continuamos nuestro camino.
Parecía
que estaba anocheciendo y sin embargo nada mas salir de una curva nos
encontramos con el sol que nos daba de frente, lo que obligó a Pepe a disminuir
la velocidad. Casi de manera milagrosa salimos del bosque y la carretera
entraba en una especie de falso llano, con una serie de curvas que nos
esperaban, la vegetación había desaparecido y solo unas pequeñas ramas se
sumaban a nuestro camino. El sol iba ocultándose lentamente por el horizonte
pegado a lo que parecía una cadena montañosa. Pepe señaló con el dedo
indicándome un punto donde se veían como alguna luces o eso parecía
-
¿Ve aquellas antorchas?
-
Allí, ¿como
debajo de la montaña? – contesté tratando de fijar mi mirada en ese punto
concreto
-
Si – El conductor
estiró los dos brazos demostrando su alegría por estar próximos a nuestro
destino – ese es el campamento y parece que nos están esperando.
La
iluminación que aportaban bastantes antorchas se iban acercando, aunque, de vez
en cuando, desaparecían y volvían a hacer acto de presencia al salir de alguna
de las múltiples curvas que todavía nos separaban de nuestro destino. Algunos
rebaños de ovejas parecían volver a casa con paso cansino, dejando una estela
de polvo acompañadas de un pastor que con una larga vara las animaba a acelerar
el paso y diciéndonos adiós con la mano a nuestro paso.
Una
media hora mas tarde, Pepe dio un volantazo y se salió de la carretera
conduciendo a través de un campo en el que la arena era nuestro principal
compañero de viaje. Una cadena de niños agitando sus antorchas nos daban la
bienvenida diciéndonos Hola en un español bastante bueno. Algunos se acercaban
al coche y trataban de darme la mano. También había mujeres acompañando a lo
que suponía que serían sus hijos y al fondo estaba la misión en la que iba a
desarrollar mi labor. Era un conjunto de chozas bajas, parecía que estuvieran
adosadas, pero no estaba seguro. En el centro había una mucho mas grande, sin
paredes y un poco más allá una palmera a la que habían podado las hojas que
hacía las veces de mástil y en su parte mas alta una bandera de la Cruz Roja.
En total sería unas veinte o treinta chozas y allí con una alegría que inundaba
todo su cuerpo estaba Jane, acompañada por dos o tres chicas vestidas con sus
mejores galas a juzgar por las túnicas de hermosos colores. Nos fundimos en un
abrazo y después de saludar con la mano a todos los que me habían estado
esperando entramos en la primera de las cabañas que parecía como si fuera la
recepción de aquella aldea situada, por lo que había visto en los mapas, al
norte de Etiopía cerca de la frontera con Sudán. Estaba situada en un páramo
donde por no haber no había ni un solo árbol. Hacia la derecha salía un camino
que nos acercaría a una gran montaña después de varias jornadas de andar y allí
si que había vegetación y todo el resto era arena, algunas ovejas dispersas, un
par de camellos que tumbados parecían taxis esperando a algún cliente mientras
los pastores estaban tumbados esperando la llegada de la noche que se presumía
próxima. El sol daba sus últimos coletazos y con ese espectáculo de luces y
sombras, entramos en la primera cabaña.
A
primera vista, no parecía que fuera muy acogedora. Unas sillas a un lado, tres
bancos enfrente hecho con troncos, una mesa del mismo material separada del
resto por una cortina y otra vez la permanente bandera de la Cruz Roja
presidiendo todo el amplio espacio. Entramos Jane y yo cogidos de la mano como
si nos hubiéramos conocido en ese momento, ella me observaba con una mirada
llena de curiosidad para conocer de primera mano mi reacción, mientras que yo
trataba de disimular lo que me parecía una estancia totalmente desangelada. A
un lado y de manera absolutamente provisional habían preparado una especie de
picnic con todo tipo de frutas, algo parecido a un pan con un color algo mas
oscuro que el que yo conocía, leche y unos bollos con bastante buen aspecto.
Jane se soltó de mi mano, acercó dos sillas, hizo un gesto para que las tres
mujeres que la acompañaban salieran y me sirvió un poco de leche sin dejar de
observarme.
-
¿Has tomado
alguna vez leche de cabra recién ordeñada? – su mirada continuaba siendo de
curiosidad aunque sus ojos reflejaban un momento feliz
-
No – contesté –
pero ya que pasaba por aquí he decidido que me paraba para hacerte una visita.
-
Es un detalle –
volvió a sonreir mientras se sentaba – seguro que te envía mi padre.
-
¡Que quieres que
te diga! – la acerqué hacía mi empujándola suavemente con mi brazo sobre su
hombro – yo creo que estaba encantado con que me viniera y en el fondo me
parece que, a pesar de su cargo, se quedó un poco fastidiado por no ser
valiente y venirse conmigo. En vista de eso y como contrapartida me dio un
sobre con bastante dinero y una maleta en la que, según me dijo el día que fui
a despedirme, ha metido ropa y cosas tuyas que te harían ilusión
-
Eso lo dices para
que me quede tranquila pero yo se que está deseando que deje todo esto y me
vuelva con él.
-
Es posible que
sea así, pero si lo piensa desde luego a mi no me lo dijo – la volví a apretar
contra mi – pero lo que si me dijo es que estaba encantado con mi decisión
porque así tú y tu hija a la que quiere con pasión estaréis más acompañadas
porque en el fondo lo que si que se nota es que teme por tu salud y por la de
Sinoa – miré alrededor tratando de saber donde estaba la niña – por cierto
¿dónde está tu hija?
-
Ahora aparecerá – volvimos a mirarnos como
preguntándonos que hacíamos allí, sobre todo yo que era “el novato” en esas
lides – aquí no hay ningún peligro.
-
Tío Andrés, tío
Andrés – Sinoa entró en la cabaña como un torbellino y dando un salto se abrazó
a mí con todas sus fuerzas – que bien que estés aquí – seguía hablando sin
parar y no dejaba de abrazarme.
-
Sinoa, por favor
– su madre trataba de separarla de mí – deja en paz al Dr. Cubiles
-
No te preocupes, que no pasa nada
-
Eso lo dices
ahora, pero como la dejas prepárate porque es un terremoto.
-
Tío Andrés –
interrumpió la niña su madre - ¿quieres ver a Negrita?
-
¿Y quien es
Negrita?
-
Una ovejita que
me han regalado
-
¿Dónde está?
-
Sinoa, no seas
pesada que el tío Andrés acaba de llegar de un viaje muy largo y estará cansado – Jane trataba de soltar la
mano de su hija que me tenía agarrado y tiraba de mí para que fuera a ver a su
Negrita – ahora va a descansar y mañana por la mañana se la enseñas
-
Mamá por favor
-
No Sinoa, ahora
no. Acompáñame y le enseñamos donde va a dormir.
Jane
se levantó, llamó a una de las chicas que trabajaba con ella y le ordenó que
llevase las maletas al alojamiento del Doctor
-
Ya las tiene allí – comentó una morenita de
agradable aspecto, con una sonrisa que dejaba entrever una fila de dientes muy
blancos - Pepe me ha dicho que él era el
ayudante y que ya se las llevaba él
-
Está bien – Jane
se colocó su sombrero de bambú y me invitó a seguirle.
Salimos
de la cabaña que se encontraba en primera línea en comparación con todas las
que la rodeaban. La arena del suelo todavía estaba caliente y parecía como si
anduviésemos por una alfombra, Al fondo, otra chica estaba pasando una escoba
preparando mi paso por allí. La cabañas estaban alineadas y una especie de
pasillo cubierto por un tejadillo de hojas de árboles desconocidos para mí que
las unía entre si. Por la parte trasera disponían de un pequeño espacio donde
había multitud de plantas de diferentes tamaños, formas y colores, además de
algunas sillas viejas y en todas el típico banco hecho de madera, un tronco
partido a la mitad puesto de tal manera que hasta tenía respaldo. El techo
tenía una mezcla de vigas de troncos alternando con hojas de palmeras y lo más curioso
o por lo menos fue lo primero que me llamó la atención es que ninguna tenían
paredes laterales, es decir, que paseando por el pasillo que ahora recorríamos
Sinoa, Jane y yo veíamos a través de las diferentes cabañas la cordillera que bastante lejos
parecía querer recordarnos que no estábamos en un desierto, como podría
parecer. De hecho, con la llegada de la noche cuando el sol parecía jugar al
escondite con las montañas, se notaba ya un cierto, no digo tanto como frío,
pero si un pequeño cambio de temperatura.
Jane
me miraba de vez en cuando tratando de descubrir mis pensamientos, mientras
caminábamos.
Percibió
rápidamente mi sorpresa por la extraña distribución y se apresuró a comentarme
-
Ya veo que te
estás fijando que estas cabañas no tienen paredes
-
Si, la verdad es
que me parece un poco extraño – le
respondí
-
La explicación es
muy sencilla – la responsable que estaba en Etiopía al frente de esa unidad de
ayuda humanitaria me acercó hacía una de ellas – aquí por el día siempre hace
muchísimo calor y estas primeras estancias son digamos como los servicios
comunes de un hotel, por ejemplo este es uno de los comedores de los niños, un
poco más allá están las consultas – señaló con el dedo a una estructura todavía
sin terminar – aquella será el quirófano y pegada haremos otra para los
pacientes operados.
-
Pero esa está sin
terminar
-
Claro - Jane me
miró con una felicidad que le salía por cada poro de su piel – fui yo la que
decidí que hasta que no estuvieras aquí no hacíamos nada. Como ves, otra cosa
no habrá pero terreno para construir tenemos todo el que queramos y así podemos
hacer el quirófano y el nuevo hospital todo lo grande que nos apetezca.
-
Pero con paredes
– contesté en tono irónico
-
Hombre, eso se
supone, no vas a operar mirando al campo
-
O sea que a
partir de mañana tenemos trabajo
-
Sin problemas.
Seguimos
avanzando por el pasillo que hacía una especie de curva para internarse en una
nueva hilera de cabañas, estas ya con paredes y puertas hechas con pequeños
troncos unidos con cuerdas.
Sería
unas diez o doce y también de diferentes tamaños
-
Como ves ahora estamos en lo que podríamos
llamar las habitaciones – Jane abrió una de las puertas – este seria el
dormitorio de los niños y niñas mas pequeños. No tenemos camas, pero con unas
buenas alfombras hechas de cáñamo rellenas con hojas resultan bastante
confortables. Esa especie de cunas, también de cáñamo pero que están un poco
mas altas son para los recién nacidos y tienen esas patas para que sus
cuidadoras no tengan que estar todo el día en el suelo para atenderlos. Es un
sistema así como para andar por casa pero resulta cómodo y el resto de las
cabañas son clases para niños y niñas de diferentes niveles
-
Y todo esto ¿a
quien se le ha ocurrido? – pregunté sabiendo de antemano la respuesta.
-
¿Tú que crees? –
Jane continuó avanzando – aquí no hay mas remedio que espabilar porque no
tenemos un IKEA.
-
Ya me imagino –
yo seguía asombrado con lo que estaba viendo - ¡menudo trabajo!
-
Si, pero lo bueno
es que el tiempo en esta zona de Africa los días, aunque no te lo creas si los
sabes aprovechar, tienen más de veinticuatro horas y casi sin darme cuenta
llevo ya unos cuantos años y con la ayuda de Pepe y algunos hombres más, la
mayoría padres de los niños que vienen al colegio o que viven todo el año,
vamos levantando cabañas según nuestras necesidades.
-
Por ejemplo, el
hospital
-
Ahora que ya por
fin has venido es el momento. Desde mañana mismo empezaremos y para eso nos
hacen falta muchas ideas y ¿quién mejor que tú para ayudarnos
-
Me parece que te
vas a tener que buscar otro arquitecto porque yo de estructuras y cosas por el
estilo no se absolutamente nada
-
Eso es lo de
menos, lo importante es que tú si que sabes lo que necesitas en un quirófano y
mil cosas que nosotros no tenemos ni idea, pero vamos a dejar eso para otro día
- Jane me volvió a coger la mano apretándomela con fuerza – ahora te voy a
enseñar los WC que son algo distintos a los que tú conoces, luego las cocinas y
después nos vamos a casa
¿a que suena bien?
-
Vamos que me
tienes en ascuas.
Los
WC que tenían su gran cartel en el centro, tanto de hombres como de mujeres,
eran para hacerles una fotografía. Consistían en dos cabañas enormes, solo con
el techo y la pared delantera
y
en el suelo una zanjas que se iban tapando con tierra según se iban utilizando.
Había por lo menos seis o siete que por el aspecto ya habían sido utilizadas. En
una de las esquinas, en el suelo cubierto por unas esterillas, estaban como unos veinte recipientes que
parecían melones enormes partidos a la mitad y colgando de los troncos que
hacían las veces de vigas una especie de regaderas que tenían como misión recoger
el agua de la lluvia, almacenarla y
soltarla por un tubo que caía directamente a esa especie de duchas de diseño.
-
¿Qué te parece?
-
¿Quieres que te
diga la verdad?
-
Claro
-
Que no huele tan
mal como debería ser – contesté mirando hacia un lado y otro
-
Porque lo primero
que les enseñamos a los niños es que después de hacer sus necesidades tienen
que tapar esa parte con arena. Para eso tienen estos montones de arena y esas
palas colocadas allí - me señaló hacia
un rincón
-
Está muy bien
pensado, si señor, pero dentro de nada tendréis que hacer mas zanjas.
-
No hay ningún
problema – Jane soltó una carcajada – está todo preparado. Corremos la
estructura hacia allá y esto lo dejamos como si fuera campo.
-
¡Que lista eres!
– la miraba con admiración – no sabía que tenías tan buenas ideas
-
La necesidad
aprieta y no hay mas remedio que hacer las cosas con lo que tenemos a mano. En
fin – se dio la vuelta y con rapidez avanzó hacia las últimas construcciones
que, según me comentó, eran su casa, una nueva que habían hecho para mí y otra
más para la familia de una chica que trabajaba permanentemente en la misión.
El
conjunto estaba formado por cuatro cabañas distribuidas unas enfrente de otras,
una era la casa de Jane donde vivía en compañía de Sinoa y una etíope que hacía
las veces de ayudante en la misión, cocinera, limpiadora y cuidadora de la
niña. Era una estancia muy grande en la que resaltaba el salón con un
ventilador en el techo, amplios ventanales sin cristales solamente tapados por
unas cortinas, una mesa de despacho a un lado y un tresillo con muy buen
aspecto en el otro. Se entraba en la casa a través de un amplio porche en el
que estaban distribuidos varios asientos y una zona que se podía considerar
como de niños donde Sinoa tenía distribuidos por todo el suelo, juguetes de
diferentes tamaños, muñecas de todos los colores y hasta una tienda de campaña
donde según ella tenía sus tesoros que nadie puede ver si no estoy yo delante,
dijo la niña con la mayor convicción. A continuación y ya a través de un pasillo
descubierto se pasaba a los tres dormitorios de la casa y dos cuartos de baño
que, como los que había visto en la zona llamémosla escolar, tenía sus
correspondientes zanjas y las regaderas para el aseo personal. Muy cerca estaba
la cocina a juzgar por su tamaño sería para dar de comer a todo un regimiento
de niños porque tenía como diez fuegos y ollas por todas partes, además de un
inmenso fregadero.
La
cabaña adjunta, mucho mas pequeña era de
la señora que la ayudaba y allí vivían el matrimonio y cinco niños de los
cuales el mayor no tendría mas de seis años que asomaban sus cabezas a través
de las cortinas que hacían las veces de divisiones entre las diferentes
estancias.
La
tercera cabaña estaba a medio hacer, sería su hogar, Jane se dirigía a Andrés,
y sería mas bien pequeña porque para una persona sola no necesitaba demasiado
espacio. Tendría una amplia terraza, dos
estancias, una que sería el dormitorio y una segunda que haría las veces de
despacho y su correspondiente cuarto de baño y la última era una especie de
almacén donde se guardaban con un orden militar utensilios de cocina, menaje de
todo tipo, chubasqueros todos con el emblema de cruz roja en la espalda, ropa
colocada por tallas, zapatillas que tenían pinta de ser de muchos tamaños, algunos
jergones, muebles procedentes de donaciones que todavía no habían encontrado su
ubicación en lo que para mí era una misión, un perchero, una guitarra sin
cuerdas, tres bicicletas, cajas con libros clasificadas por orden alfabético,
una estantería con garrafas de aceite de cinco litros, varios cuadros pintados
por algún artista local que solo estaban pendientes de colocarles un marco para
colgarlos de las distintas clases, sombreros y gorras típicamente inglesas,
unos palos de golf, cuatro balones deshinchados, cinco o seis cometas hechas a
mano, dos mesas desvencijadas y mil “cachivaches” que, en condiciones normales
irían a parar a la basura pero allí, en medio de tanta miseria seguro que se
les encontraría, antes o después, alguna utilidad y todavía sobraba espacio
para almacenar mas cosas. Esa es una de las ventajas de vivir en el campo
Andrés, que no tienes que andar preocupándote del espacio que ocupas porque
como no hay vecinos puedes hacer lo que te de la gana y al gobierno le da
exactamente igual. Si es con tu dinero puedes hacer lo que quieras, sentenció
Jane.
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