viernes, 19 de febrero de 2021

REQUIEM POR UNAS IDEAS.- CAPITULO 4

 

CAPITULO 4.-

 

La vida en Cartagena transcurría sin mayores problemas. Carlos Gonzalez Alía había recobrado la tranquilidad. Después de varios días había recibido la comunicación del Almirante del Departamento Marítimo del Mediterráneo en la que le indicaba que según el Ministerio de Marina continuaba en el escalafón militar con su graduación de Capitán de Navío, conservaba su empleo en el Arsenal y por lo tanto no necesitaba cambiarse de ciudad. El telegrama fue un alivio, al fin y al cabo para un Marino un cambio de destino siempre constituía un problema. Los niños estaban estudiando y para uno o dos años no merecía la pena moverlos, pero el gasto por tener que mantener dos casas abiertas tampoco era pequeño y sobre todo, las dos niñas eran lo suficientemente pequeñas como para dar miedo dejarlas solas y ya habían planteado que si lo enviaban a Ferrol o a Cádiz, Cristina su mujer, se quedaría en Cartagena, aunque si le cambiaban de destino también se tendría que cambiar de casa, porque el chalet de Tentegorra iba con el cargo, pero dentro de lo malo eso era lo de menos porque después de varios viajes en El Elcano había ahorrado lo suficiente para dar la entrada en un piso en medio de la ciudad y al menos el tema de la vivienda lo tenía solucionado.

Carlos había conseguido salir un poco antes del Arsenal y con la excusa que tenía que arreglar unos papeles en Capitanía, salió pronto y se fue a su casa a comunicarle a su mujer la mejor noticia de los últimos años. Cuando Cristina se enteró, le abrazó con alegría y aprovecharon para celebrarlo tomándose un caldero los dos solos en Cabo Palos. Hacía un día caluroso, el sol brillaba como siempre, pero para la pareja les parecía que les iluminaba mas que ningún día. Como llegaron pronto les dio tiempo a darse un paseo entre los barcos que volvían de pescar y a contemplar como la pesca no es solo el acto de estar en la mar, sino también los preparativos y el dejar todo preparado para el día siguiente. Un pescador, moreno casi negro, se esforzaba en clasificar las capturas colocándolas cuidadosamente sobre unos canastos en la proa de su pequeña embarcación. Eran por los menos veinte ejemplares de pescado no muy grande. Algunos peces movían todavía la cola como queriendo resistirse a una muerte por falta de oxígeno. Carlos y su mujer se acercaron y le preguntaron que tal había ido el día. El marinero los miró desde el fondo del pequeño barco y después de limpiarse el sudor con un pañuelo sucio que sacó del bolsillo del pantalón amarillo por el que todavía circulaban escamas y restos de una larga jornada de navegación, les contestó

-       No se ha dado mal, para que les voy a engañar, pero mejor hubiera estado si toda lo noche la hubiera pasado con una brasileña que conocí ayer – los ojillos de aquel hombre de mediana edad brillaron como un faro en la oscuridad - pero lo primero es lo primero y la obligación va antes que la devoción ¿sabe usted?

-       Bueno, pero no hay que preocuparse – Carlos sonreía tratando de ganarse la confianza de aquel esforzado pescador – seguro que la brasileña le está esperando con los brazos abiertos.

-       Ojalá, pero no lo creo. Las mujeres son como los pescados, si pican el anzuelo ahí se quedan para siempre, pero si a la primera pican y se sueltan ya no hay quien las vuelva a pescar.

-       Bueno, pues otras picaran.

-       Eso es verdad, pero un ejemplar como aquel no creo que lo vea en mucho tiempo.

-       No pierda la esperanza buen hombre, que el que la sigue la consigue.

-       Eso espero.

El marinero dejó a un lado la sonrisa que le iluminaba la cara y volvió a su trabajo. Con calma y como si el tiempo no fuera con el, se levantó, sujetó los cabos con fuerza, dejó los canastos en el muelle y salió del barco. En una carretilla colocó los dos cestos y con paso cansado se acercó al bar mas próximo para tomar una cerveza, el vino lo dejaba para por la tarde, e intentar vender el pescado al mejor precio posible. Durante unos minutos discutió con Ginés, el dueño y debieron de llegar a un acuerdo, aunque solo fuera de principios, porque un camarero se acercó y empujó la carretilla con su contenido hacia el interior de la cocina. Pescado mas fresco imposible pensaba Carlos mientras el camarero desaparecía por la puerta de la cocina.

Carlos y Cristina se sentaron en la terraza del restaurante que estaba dispuesta para casi cuarenta comensales y sin embargo eran ellos solos los que la disfrutaban. Era pronto y disponían de toda la tarde para charlar y celebrar el hecho de no tener que cambiarse de casa y mucho mas importante, el no tener que abandonar Cartagena donde casi sin darse cuenta llevaban cerca de veinte años, si bien es cierto que algunos años Carlos había estado destinado en Ferrol o había estado haciendo algún curso en Madrid y la familia no se había tenido que mover de la ciudad departamental. Si que era un sacrificio pero todavía lo sería mas si los niños tuvieran que cambiar de colegio.

 Sentados uno enfrente del otro, tuvieron la oportunidad de apreciar en el rostro de ambos el paso del tiempo, mucho mas acusado en el de Carlos. Ella se mantenía mucho mejor, claro que también tenía menos años, pero la maternidad suele dejar secuelas lo que no era en el caso de Cristina. Su mirada era limpia, pequeñas arrugas trataban de labrar sus surcos alrededor de los ojos mientras las cejas perfectamente depiladas ejercían su labor de tensar la piel cercana. La boca resultaba muy atractiva en una cara bien conformada y en todos sus gestos se apreciaba la importancia de ser feliz y ella lo era y en esos momentos mas todavía. No dijo nada porque no era el momento pero por su imaginación pasaron muchos momentos buenos vividos en común, pero también algunos no tan buenos y todo por culpa de la dichosa política. Hasta entonces había sido un marino de comportamiento ejemplar, con una hoja de servicios impecable, dedicado a su mujer y sus hijos y desde hacía cuatro o cinco años, desde aquella reunión de la OTAN en Bruselas. Solo estuvo allí quince días, pero por la forma en que regresó, parecía que hubiera estado allí quince años.

Al principio, Cristina llegó a pensar hasta que hubiera aparecido otra mujer y se hubiera interpuesto entre ellos, pero poco a poco se dio cuenta que no era otra mujer, sino la compañía de un Teniente Coronel de la Guardia Civil que le había embarcado en una aventura de salvar al país que le había cambiado la vida. Desde entonces, se había vuelto un contestatario, no estaba de acuerdo con nada, cada vez que leía un periódico o veía un Telediario, se ponía como un energúmeno y todo ello se reflejaba en la relación de pareja y sobre todo en la relación con sus hijos. En cuanto veían que su padre empezaba a hablar de política, desaparecían como si se los hubiera tragado la tierra. Cristina lo llevaba mejor, lo conocía casi tan bien como a ella misma y sabía callar cuando era necesario y contestar cuando le parecía que era mas oportuno. Sin embargo y a pesar que se volcó para quitarle de la cabeza su manía de intentar solucionar los problemas del país desde su puesto de Comandante de una Corbeta, no tuvo ningún éxito. Cada día que pasaba eran mas frecuentes los desplazamientos a Madrid, según él para cursos de especialización y todo terminó con su detención por participar en lo que se dio en llamar un intento de golpe de estado que nunca llegó a nada, excepto para los miembros del Tribunal Militar que lo juzgó. Carlos juraba por su honor que nunca había intentado hacer nada contra el gobierno democráticamente elegido y que él solo pretendía mejorar las condiciones de trabajo de sus compañeros y nada mas. A pesar de todo fue condenado a siete años de cárcel en una prisión militar y la inmediata separación de su puesto de Comandante. La sanción fue recurrida y al final se quedó en un arresto en el Castillo de Cartagena durante siete meses y en su día se decidiría si continuaba o no con su rango como Capitán de Navío.

 Para Cristina fueron meses muy duros, nadie lo dudaba. Su marido era un patriota para muchos, un golpista para otros y un tonto para ella. Le quería tanto que nunca se lo diría, pero en lo mas íntimo de su cerebro sabía que Carlos era fundamentalmente una buena persona, nada político y que tenía la sana costumbre, no siempre bien entendida, de decir todo lo que pensaba y claro cuando uno pone la cara sistemáticamente lo normal es que antes o después te la rompan y eso fue lo que pasó.

Lo peor con diferencia fue explicarle a sus hijos que su padre estaba arrestado por cumplir con su deber, realmente defendía a la Patria desde unos principios de unidad y respeto que le había sido grabados a fuego en su conciencia cuando era joven y estaba en la Escuela Naval de Marin en Pontevedra. El no había cambiado, los que lo habían hecho eran los demás y eso era muy difícil de explicar. Ya se sabe que los niños son muy crueles y tuvieron que soportar muchas burlas en el Colegio, aunque otros niños los defendían y con la mentalidad de sus pocos años era muy difícil entender lo que estaba pasando. Afortunadamente el tiempo lo borra casi todo y con la vuelta a casa todo iba volviendo a la normalidad. Los niños están felices porque veían a sus padres felices y la estancia en el Penal parecía que había conseguido lo que parecía imposible en los últimos años y no era otra cosa que llevar la tranquilidad a una familia normal y corriente. Era evidente que Carlos eludía hablar de política y parecía como si tuviera un verdadero arrepentimiento de todo lo sucedido, incluso había llegado a decir que sabía el daño que había provocado a sus hijos sobre todo y que no volvería a ocurrir. Cristina sabía que lo decía de corazón y esperaba que fuera una realidad lo antes posible.

Mientras todo esto pasaba por la cabeza de Cristina, Carlos la miraba con admiración, estaba enamorado de ella hasta las trancas que diría un castizo y nunca había podido entender como una mujer tan atractiva había sido capaz de enamorarse de él y mucho menos aguantarle durante tantos años. La miraba y la veía como cuando tenía treinta años menos. Había cambiado muy poco, la admiraba más que nunca y el hecho de haber soportado estos últimos meses daba muestras de su impresionante entereza moral. Sabía que no estaba de acuerdo en muchos de sus planteamientos, sin embargo de su boca nunca había salido ni una sola palabra de reproche y por eso la quería más todavía. Tenía que cambiar, esa mujer que tenía enfrente no se merecía nada de lo que le estaba pasando y tenía que cambiar. Sabía que no iba a ser fácil, pero con su ayuda y la de sus hijos lo tenía que conseguir. No sabía como, pero lo tenía que conseguir. Lo primero, por supuesto, no volver a Madrid a aquellas reuniones en las que se ponía al gobierno a caer de un burro y lo segundo y posiblemente lo más difícil recuperar a sus hijos. No estaban bien, eso se había dado cuenta enseguida, aunque también se notaba que habían sido cuidadosamente aleccionados por su madre. Como es natural se alegraban de su vuelta a casa, pero estaban como expectantes hasta ver lo que pasaba. Hasta entonces todo había sido de color de rosa, pero esperaba el paso de unas semanas mas para saber por donde salían, sobre todo Cris y Mamen que están en una edad complicada y a saber cual será su reacción. En cuanto a Carlos, el mayor, seguro que no habría ningún problema porque estaba educado de la misma pasta que él, había bebido de las mismas fuentes militares y malo sería que tuviera ideas diferentes. Arancha, la segunda, tampoco porque vivía muy apegada a la Marina, su novio era Marino y lo único era en la Universidad de Murcia donde estudiaba segundo de Filosofía y Letras y ahí si que le habrían podido meter ideas raras en la cabeza, pero hasta ahora no parecía y la pequeña Paula, esa era lo mejor de la casa, claro que tenía tres años y la sola presencia de su padre la hacía completamente feliz.

-        ¿Desean tomar algo los señores? – un camarero vestido con pantalón negro y camisa blanca interrumpió sus pensamientos.

-       ¿Qué tomamos? ¿te parece bien un tinto de verano?

-       Yo casi prefiero un vino blanco.

-       Bueno, pues nos trae una botella de vino blanco bien frío, unos calamares y un caldero para los dos.

-       ¿Les parece bien un Barbadillo?

-       Perfecto

El camarero anotó el pedido en una pequeña libreta y se retiró hacia la barra. A los pocos segundos volvió con una botella del vino gaditano que abrió con leves movimientos del sacacorchos, sirvió una pequeña cantidad en la copa de Carlos para que lo probara y al aprobarlo, rellenó las dos copas. A continuación, introdujo la botella en un enfriador y se volvió al interior del local.

El matrimonio brindó y se quedaron en silencio disfrutando de una vista preciosa de un mar mediterráneo que parecía con su tranquilidad querer contribuir a la paz de la pareja.

Degustaron un caldero en su punto y después de un café, abonaron la factura y fueron caminando lentamente hasta el faro que estaba situado al final del puerto. Se sentaron en un banco y casi sin hablar pasaron un rato hasta que se levantaron para ir a buscar a Paula que salía de la guardería a las cinco y media y a continuación ir a su casa para charlar en el pequeño jardín que rodeaba el chalet pareado de la urbanización en la que les había correspondido su vivienda.

Se levantaron y se marcharon en el coche. Sentados en las sillas del jardín- terraza, Cristina pasó un brazo por el hombro de su marido y se sentó en la silla de al lado.

-        ¡Que tranquilidad! Parece como si viviéramos en medio de la selva.

-       Espera un segundo – sonrió Carlos – porque por ahí viene Paulita y se acabó la buena vida.

Efectivamente la pequeña de la casa llegó llorando como una magdalena porque, según ella, su seño la había regañado por no recoger los juguetes y por no lavarse las manos antes de comer y

-        ¿Sabes que?

-       Tu me dirás – respondió su madre mientras le secaba una lágrima solitaria

-       Que la seño me tiene manía

-       ¿Si?

-       Si – la niña desde la atalaya de sus tres años insistía en su razonamiento – me tiene manía porque yo recojo más que María y a ella no la ha regañado y además me mojé las manos y ella decía que no y yo que si, o sea que me tiene manía.

Cristina la sentó en sus rodillas, le retiró el flequillo que le tapaba los ojos y la abrazó muy fuerte.

-        Yo ya se que eres muy buena, pero a veces no eres muy obediente y claro la seño lo sabe y por eso te regaña.

-       Esa es tonta

-       Paula – ahora era Carlos, el padre, el que trataba de imponer algo de autoridad – por favor. Los profesores nunca son tontos, pueden tener más o menos razón, pero si te regañan es por tu bien, ¿no lo entiendes?

-       Pues no – Paula con su lengua de trapo trataba de no perder – porque Elenita tampoco recoge y nunca le dice nada.

-       Bueno, bueno, - el padre alargó los brazos para que ella se subiera y la abrazó muy fuerte – lo más importante es que mamá y yo te queremos mucho. ¿Quieres una patata?

La niña se acercó al plato y metió la mano entera dejando vacio todo su contenido

-       Paula, por favor – la madre estaba dispuesta a corregir su comportamiento – no se cogen las patatas todas de golpe

-       Es que tengo mucha hambre

-       Ya, pero se cogen de una en una y se comen con la boca cerrada ¿no te acuerdas de lo que te conté el otro día?

-       Si y se lo he contado a Laurita y dice que eso es mentira

-       Pues dile a tu amiga Laurita que las madres nunca decimos mentiras y que es verdad que si comes con la boca abierta se pueden meter las mariposas en el estómago y entonces notarías como si tu barriga tuviera alas y si comes muchas, pero muchas, muchas, incluso podías salir hasta volando

Carlos que observaba la escena desde su cómoda sillón casi no podía aguantar las ganas de soltar una carcajada, pero como buen padre tenía que mantener la seriedad y colaborar en la broma. Paula le miraba con su habitual cara traviesa como intentando sonsacarle la verdad, pero Carlos se mantenía impasible.

-       Papá ¿tú has comido muchas patatas fritas cuando eras como yo?

-       Si quieres que te diga la verdad, he comido algunas, pero no tantas como tu, porque mi padre no tenía mucho dinero, éramos muchos hermanos y no había para chucherías, pero alguna si que he comido, claro

-       ¿Y volaste alguna vez?

-       No - contestó Carlos muy serio - pero era porque las comía con la boca cerrada.

-        Ya – para Paula la contestación de su padre era definitiva y con eso era suficiente, nunca mas volvería a comer patatas fritas con la boca abierta, ni aunque Laurita le dijera que era mentira, si su padre decía que era verdad, entonces es que era verdad.

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