CAPITULO 4.-
La vida en Cartagena transcurría sin mayores
problemas. Carlos Gonzalez Alía había recobrado la tranquilidad. Después de
varios días había recibido la comunicación del Almirante del Departamento
Marítimo del Mediterráneo en la que le indicaba que según el Ministerio de
Marina continuaba en el escalafón militar con su graduación de Capitán de Navío,
conservaba su empleo en el Arsenal y por lo tanto no necesitaba cambiarse de
ciudad. El telegrama fue un alivio, al fin y al cabo para un Marino un cambio
de destino siempre constituía un problema. Los niños estaban estudiando y para
uno o dos años no merecía la pena moverlos, pero el gasto por tener que
mantener dos casas abiertas tampoco era pequeño y sobre todo, las dos niñas
eran lo suficientemente pequeñas como para dar miedo dejarlas solas y ya habían
planteado que si lo enviaban a Ferrol o a Cádiz, Cristina su mujer, se quedaría
en Cartagena, aunque si le cambiaban de destino también se tendría que cambiar
de casa, porque el chalet de Tentegorra iba con el cargo, pero dentro de lo malo
eso era lo de menos porque después de varios viajes en El Elcano había ahorrado
lo suficiente para dar la entrada en un piso en medio de la ciudad y al menos
el tema de la vivienda lo tenía solucionado.
Carlos había conseguido salir un poco antes del Arsenal
y con la excusa que tenía que arreglar unos papeles en Capitanía, salió pronto
y se fue a su casa a comunicarle a su mujer la mejor noticia de los últimos
años. Cuando Cristina se enteró, le abrazó con alegría y aprovecharon para
celebrarlo tomándose un caldero los dos solos en Cabo Palos. Hacía un día
caluroso, el sol brillaba como siempre, pero para la pareja les parecía que les
iluminaba mas que ningún día. Como llegaron pronto les dio tiempo a darse un
paseo entre los barcos que volvían de pescar y a contemplar como la pesca no es
solo el acto de estar en la mar, sino también los preparativos y el dejar todo
preparado para el día siguiente. Un pescador, moreno casi negro, se esforzaba
en clasificar las capturas colocándolas cuidadosamente sobre unos canastos en
la proa de su pequeña embarcación. Eran por los menos veinte ejemplares de
pescado no muy grande. Algunos peces movían todavía la cola como queriendo
resistirse a una muerte por falta de oxígeno. Carlos y su mujer se acercaron y
le preguntaron que tal había ido el día. El marinero los miró desde el fondo
del pequeño barco y después de limpiarse el sudor con un pañuelo sucio que sacó
del bolsillo del pantalón amarillo por el que todavía circulaban escamas y
restos de una larga jornada de navegación, les contestó
-
No se ha dado
mal, para que les voy a engañar, pero mejor hubiera estado si toda lo noche la
hubiera pasado con una brasileña que conocí ayer – los ojillos de aquel hombre
de mediana edad brillaron como un faro en la oscuridad - pero lo primero es lo
primero y la obligación va antes que la devoción ¿sabe usted?
-
Bueno, pero no
hay que preocuparse – Carlos sonreía tratando de ganarse la confianza de aquel
esforzado pescador – seguro que la brasileña le está esperando con los brazos
abiertos.
-
Ojalá, pero no lo
creo. Las mujeres son como los pescados, si pican el anzuelo ahí se quedan para
siempre, pero si a la primera pican y se sueltan ya no hay quien las vuelva a
pescar.
-
Bueno, pues otras
picaran.
-
Eso es verdad,
pero un ejemplar como aquel no creo que lo vea en mucho tiempo.
-
No pierda la
esperanza buen hombre, que el que la sigue la consigue.
-
Eso espero.
El
marinero dejó a un lado la sonrisa que le iluminaba la cara y volvió a su
trabajo. Con calma y como si el tiempo no fuera con el, se levantó, sujetó los
cabos con fuerza, dejó los canastos en el muelle y salió del barco. En una
carretilla colocó los dos cestos y con paso cansado se acercó al bar mas
próximo para tomar una cerveza, el vino lo dejaba para por la tarde, e intentar
vender el pescado al mejor precio posible. Durante unos minutos discutió con
Ginés, el dueño y debieron de llegar a un acuerdo, aunque solo fuera de
principios, porque un camarero se acercó y empujó la carretilla con su
contenido hacia el interior de la cocina. Pescado mas fresco imposible pensaba
Carlos mientras el camarero desaparecía por la puerta de la cocina.
Carlos y
Cristina se sentaron en la terraza del restaurante que estaba dispuesta para
casi cuarenta comensales y sin embargo eran ellos solos los que la disfrutaban.
Era pronto y disponían de toda la tarde para charlar y celebrar el hecho de no
tener que cambiarse de casa y mucho mas importante, el no tener que abandonar
Cartagena donde casi sin darse cuenta llevaban cerca de veinte años, si bien es
cierto que algunos años Carlos había estado destinado en Ferrol o había estado
haciendo algún curso en Madrid y la familia no se había tenido que mover de la
ciudad departamental. Si que era un sacrificio pero todavía lo sería mas si los
niños tuvieran que cambiar de colegio.
Sentados uno enfrente del otro, tuvieron la
oportunidad de apreciar en el rostro de ambos el paso del tiempo, mucho mas
acusado en el de Carlos. Ella se mantenía mucho mejor, claro que también tenía
menos años, pero la maternidad suele dejar secuelas lo que no era en el caso de
Cristina. Su mirada era limpia, pequeñas arrugas trataban de labrar sus surcos
alrededor de los ojos mientras las cejas perfectamente depiladas ejercían su
labor de tensar la piel cercana. La boca resultaba muy atractiva en una cara
bien conformada y en todos sus gestos se apreciaba la importancia de ser feliz
y ella lo era y en esos momentos mas todavía. No dijo nada porque no era el
momento pero por su imaginación pasaron muchos momentos buenos vividos en común,
pero también algunos no tan buenos y todo por culpa de la dichosa política.
Hasta entonces había sido un marino de comportamiento ejemplar, con una hoja de
servicios impecable, dedicado a su mujer y sus hijos y desde hacía cuatro o
cinco años, desde aquella reunión de la OTAN en Bruselas. Solo estuvo allí
quince días, pero por la forma en que regresó, parecía que hubiera estado allí
quince años.
Al
principio, Cristina llegó a pensar hasta que hubiera aparecido otra mujer y se
hubiera interpuesto entre ellos, pero poco a poco se dio cuenta que no era otra
mujer, sino la compañía de un Teniente Coronel de la Guardia Civil que le había
embarcado en una aventura de salvar al país que le había cambiado la vida.
Desde entonces, se había vuelto un contestatario, no estaba de acuerdo con
nada, cada vez que leía un periódico o veía un Telediario, se ponía como un
energúmeno y todo ello se reflejaba en la relación de pareja y sobre todo en la
relación con sus hijos. En cuanto veían que su padre empezaba a hablar de política,
desaparecían como si se los hubiera tragado la tierra. Cristina lo llevaba
mejor, lo conocía casi tan bien como a ella misma y sabía callar cuando era
necesario y contestar cuando le parecía que era mas oportuno. Sin embargo y a
pesar que se volcó para quitarle de la cabeza su manía de intentar solucionar
los problemas del país desde su puesto de Comandante de una Corbeta, no tuvo
ningún éxito. Cada día que pasaba eran mas frecuentes los desplazamientos a
Madrid, según él para cursos de especialización y todo terminó con su detención
por participar en lo que se dio en llamar un intento de golpe de estado que nunca
llegó a nada, excepto para los miembros del Tribunal Militar que lo juzgó.
Carlos juraba por su honor que nunca había intentado hacer nada contra el
gobierno democráticamente elegido y que él solo pretendía mejorar las
condiciones de trabajo de sus compañeros y nada mas. A pesar de todo fue
condenado a siete años de cárcel en una prisión militar y la inmediata separación
de su puesto de Comandante. La sanción fue recurrida y al final se quedó en un
arresto en el Castillo de Cartagena durante siete meses y en su día se decidiría
si continuaba o no con su rango como Capitán de Navío.
Para Cristina fueron meses muy duros, nadie lo
dudaba. Su marido era un patriota para muchos, un golpista para otros y un
tonto para ella. Le quería tanto que nunca se lo diría, pero en lo mas íntimo
de su cerebro sabía que Carlos era fundamentalmente una buena persona, nada
político y que tenía la sana costumbre, no siempre bien entendida, de decir
todo lo que pensaba y claro cuando uno pone la cara sistemáticamente lo normal
es que antes o después te la rompan y eso fue lo que pasó.
Lo peor con
diferencia fue explicarle a sus hijos que su padre estaba arrestado por cumplir
con su deber, realmente defendía a la Patria desde unos principios de unidad y
respeto que le había sido grabados a fuego en su conciencia cuando era joven y
estaba en la Escuela Naval de Marin en Pontevedra. El no había cambiado, los
que lo habían hecho eran los demás y eso era muy difícil de explicar. Ya se
sabe que los niños son muy crueles y tuvieron que soportar muchas burlas en el
Colegio, aunque otros niños los defendían y con la mentalidad de sus pocos años
era muy difícil entender lo que estaba pasando. Afortunadamente el tiempo lo
borra casi todo y con la vuelta a casa todo iba volviendo a la normalidad. Los
niños están felices porque veían a sus padres felices y la estancia en el Penal
parecía que había conseguido lo que parecía imposible en los últimos años y no
era otra cosa que llevar la tranquilidad a una familia normal y corriente. Era
evidente que Carlos eludía hablar de política y parecía como si tuviera un verdadero
arrepentimiento de todo lo sucedido, incluso había llegado a decir que sabía el
daño que había provocado a sus hijos sobre todo y que no volvería a ocurrir.
Cristina sabía que lo decía de corazón y esperaba que fuera una realidad lo
antes posible.
Mientras todo
esto pasaba por la cabeza de Cristina, Carlos la miraba con admiración, estaba
enamorado de ella hasta las trancas que diría un castizo y nunca había podido
entender como una mujer tan atractiva había sido capaz de enamorarse de él y
mucho menos aguantarle durante tantos años. La miraba y la veía como cuando
tenía treinta años menos. Había cambiado muy poco, la admiraba más que nunca y
el hecho de haber soportado estos últimos meses daba muestras de su
impresionante entereza moral. Sabía que no estaba de acuerdo en muchos de sus
planteamientos, sin embargo de su boca nunca había salido ni una sola palabra
de reproche y por eso la quería más todavía. Tenía que cambiar, esa mujer que
tenía enfrente no se merecía nada de lo que le estaba pasando y tenía que
cambiar. Sabía que no iba a ser fácil, pero con su ayuda y la de sus hijos lo
tenía que conseguir. No sabía como, pero lo tenía que conseguir. Lo primero,
por supuesto, no volver a Madrid a aquellas reuniones en las que se ponía al
gobierno a caer de un burro y lo segundo y posiblemente lo más difícil
recuperar a sus hijos. No estaban bien, eso se había dado cuenta enseguida,
aunque también se notaba que habían sido cuidadosamente aleccionados por su
madre. Como es natural se alegraban de su vuelta a casa, pero estaban como
expectantes hasta ver lo que pasaba. Hasta entonces todo había sido de color de
rosa, pero esperaba el paso de unas semanas mas para saber por donde salían,
sobre todo Cris y Mamen que están en una edad complicada y a saber cual será su
reacción. En cuanto a Carlos, el mayor, seguro que no habría ningún problema
porque estaba educado de la misma pasta que él, había bebido de las mismas
fuentes militares y malo sería que tuviera ideas diferentes. Arancha, la
segunda, tampoco porque vivía muy apegada a la Marina, su novio era Marino y lo
único era en la Universidad de Murcia donde estudiaba segundo de Filosofía y
Letras y ahí si que le habrían podido meter ideas raras en la cabeza, pero
hasta ahora no parecía y la pequeña Paula, esa era lo mejor de la casa, claro
que tenía tres años y la sola presencia de su padre la hacía completamente feliz.
-
¿Desean tomar algo los señores? – un camarero
vestido con pantalón negro y camisa blanca interrumpió sus pensamientos.
-
¿Qué tomamos? ¿te
parece bien un tinto de verano?
-
Yo casi prefiero
un vino blanco.
-
Bueno, pues nos
trae una botella de vino blanco bien frío, unos calamares y un caldero para los
dos.
-
¿Les parece bien
un Barbadillo?
-
Perfecto
El
camarero anotó el pedido en una pequeña libreta y se retiró hacia la barra. A
los pocos segundos volvió con una botella del vino gaditano que abrió con leves
movimientos del sacacorchos, sirvió una pequeña cantidad en la copa de Carlos
para que lo probara y al aprobarlo, rellenó las dos copas. A continuación, introdujo
la botella en un enfriador y se volvió al interior del local.
El matrimonio brindó y se quedaron en silencio
disfrutando de una vista preciosa de un mar mediterráneo que parecía con su
tranquilidad querer contribuir a la paz de la pareja.
Degustaron un caldero en su punto y después de un
café, abonaron la factura y fueron caminando lentamente hasta el faro que
estaba situado al final del puerto. Se sentaron en un banco y casi sin hablar
pasaron un rato hasta que se levantaron para ir a buscar a Paula que salía de
la guardería a las cinco y media y a continuación ir a su casa para charlar en
el pequeño jardín que rodeaba el chalet pareado de la urbanización en la que
les había correspondido su vivienda.
Se
levantaron y se marcharon en el coche. Sentados en las sillas del jardín-
terraza, Cristina pasó un brazo por el hombro de su marido y se sentó en la
silla de al lado.
-
¡Que tranquilidad! Parece como si viviéramos en
medio de la selva.
-
Espera un segundo
– sonrió Carlos – porque por ahí viene Paulita y se acabó la buena vida.
Efectivamente la pequeña de la casa llegó llorando
como una magdalena porque, según ella, su seño la había regañado por no recoger
los juguetes y por no lavarse las manos antes de comer y
-
¿Sabes que?
-
Tu me dirás – respondió
su madre mientras le secaba una lágrima solitaria
-
Que la seño me
tiene manía
-
¿Si?
-
Si – la niña
desde la atalaya de sus tres años insistía en su razonamiento – me tiene manía porque
yo recojo más que María y a ella no la ha regañado y además me mojé las manos y
ella decía que no y yo que si, o sea que me tiene manía.
Cristina la
sentó en sus rodillas, le retiró el flequillo que le tapaba los ojos y la
abrazó muy fuerte.
-
Yo ya se que eres muy buena, pero a veces no
eres muy obediente y claro la seño lo sabe y por eso te regaña.
-
Esa es tonta
-
Paula – ahora era
Carlos, el padre, el que trataba de imponer algo de autoridad – por favor. Los
profesores nunca son tontos, pueden tener más o menos razón, pero si te regañan
es por tu bien, ¿no lo entiendes?
-
Pues no – Paula
con su lengua de trapo trataba de no perder – porque Elenita tampoco recoge y
nunca le dice nada.
-
Bueno, bueno, -
el padre alargó los brazos para que ella se subiera y la abrazó muy fuerte – lo
más importante es que mamá y yo te queremos mucho. ¿Quieres una patata?
La niña
se acercó al plato y metió la mano entera dejando vacio todo su contenido
-
Paula, por favor
– la madre estaba dispuesta a corregir su comportamiento – no se cogen las
patatas todas de golpe
-
Es que tengo
mucha hambre
-
Ya, pero se cogen
de una en una y se comen con la boca cerrada ¿no te acuerdas de lo que te conté
el otro día?
-
Si y se lo he
contado a Laurita y dice que eso es mentira
-
Pues dile a tu
amiga Laurita que las madres nunca decimos mentiras y que es verdad que si comes
con la boca abierta se pueden meter las mariposas en el estómago y entonces notarías
como si tu barriga tuviera alas y si comes muchas, pero muchas, muchas, incluso
podías salir hasta volando
Carlos
que observaba la escena desde su cómoda sillón casi no podía aguantar las ganas
de soltar una carcajada, pero como buen padre tenía que mantener la seriedad y
colaborar en la broma. Paula le miraba con su habitual cara traviesa como intentando
sonsacarle la verdad, pero Carlos se mantenía impasible.
-
Papá ¿tú has comido
muchas patatas fritas cuando eras como yo?
-
Si quieres que te
diga la verdad, he comido algunas, pero no tantas como tu, porque mi padre no
tenía mucho dinero, éramos muchos hermanos y no había para chucherías, pero
alguna si que he comido, claro
-
¿Y volaste alguna
vez?
-
No - contestó
Carlos muy serio - pero era porque las comía con la boca cerrada.
-
Ya – para Paula la contestación de su padre
era definitiva y con eso era suficiente, nunca mas volvería a comer patatas
fritas con la boca abierta, ni aunque Laurita le dijera que era mentira, si su
padre decía que era verdad, entonces es que era verdad.
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