Un abrazo
Tino Belas
CAPITULO
20.-
Los días
en el pueblo se sucedían sin cambios significativos. La familia Segura
permanecía unida como cualquier otra que no hubiera tenido sobresaltos. La
consulta del padre de familia era un hervidero de gente que acudía no solo para
tratar de solucionar sus problemas de salud, sino también como si fuera un
psiquiatra porque su capacidad de escuchar era asombrosa y nunca se le hacía
tarde. El Dr. Segura se mostraba siempre solícito con todos los que llamaban a
su puerta y no se paraba en barras para tratar de ayudar a sus convecinos y nunca
cobraba unas tarifas que se considerasen excesivas; al revés, en ocasiones eran
los propios pacientes los que le decían : pero D. José Luis, cóbreme algo más
que usted también tiene hijos que alimentar. La respuesta era rápida: venga
vete de mi consulta antes de que me dé cuenta que soy muy barato y gástatelo en
la feria y disfrútalo como si me lo hubieras dado a mí.
Incluso hubo unos años en
que se corrió por el pueblo que D. José Luis era un santo y que todo lo que
hacía era para satisfacer a su Dios que siempre lo tenía en su boca y al que
diariamente le daba gracias por su familia y por todo lo que ella le había
aportado. Su mujer y sus hijas habían sido lo mejor y su ánimo estaba siempre
feliz, fiel reflejo de su situación familiar. Solamente tenía una manía, de la
que en muchos años de casado no se había podido liberar y que en ocasiones le
provocaba serias discusiones con su mujer y con sus hijas mayores, y no era
otro que el de los famosos horarios de llegada. Era absolutamente rígido en la
hora tanto de comer como de cenar y por
supuesto, después de la cena no se salía excepto en ocasiones excepcionales y
previa discusión entre todos, pero, a pesar de eso, siempre salía perdiendo y
luego eran muchos los días en que se pasaba comentando, no enfadado, pero sí
preocupado, que si las cosas seguían así, sabría Dios como acabarían sus hijas
pequeñas. De las mayores ni hablaba porque ya se habían casado y tenían su
propia vida, pero su mayor preocupación era Ana que, con sus dieciocho años
cumplidos no hacía más que saltarse las normas a la torera y por más que se la
castigase siempre volvía a las andadas.
La última fue hace muy
pocos días con motivo de la fiestas del Carmen. Había pedido permiso hasta las
doce y apareció a las dos y media acompañada de dos de sus mejores amigas
Encarna y Fina que avalaban con su presencia que el horario había sido
insuficiente. Cuando se fueron, D. José Luis, cubierto con batín de seda
natural, entró en el amplio cuarto de estar y sentándose ante la chimenea
removió los leños casi consumidos. Su cara era una pura preocupación y los
pliegues de la frente parecía querer enmarcar aun más su estado de nervios,
pero no explotó como sería lo normal, sinó que con un gesto cariñoso abrazó a
su hija Ana y ambos se sentaron ante el fuego, testigo mudo de muchas horas de
charlas familiares.
- Ana, hija, ¿cómo vienes tan tarde si sabes
que tu madre y yo no nos dormimos hasta que estáis todos en casa?
- Es que estábamos en casa de Encarna y nos
pusimos a charlar y se nos pasó el tiempo sin darnos cuenta. Pero de verdad que
pensaba que era más temprano. Lo siento Papá.
- Ya, siempre tienes alguna coartada – D. José
Luis le pasó los dedos por su pelo negro y la miró con cariño – No se como te
las arreglas que cada día llegas más tarde.
- Venga, Papá, no exageres que hacía por lo
menos tres semanas que no salía y además, ¿cuándo voy a tener horario libre?
- ¿Horario libre? Mira, Ana, si tú por horario
libre entiendes llegar cuando te de la gana, ya te digo desde ahora mismo, que
nunca y no me digas que esto es nuevo porque lo hemos hablado un montón de
veces y nunca nos ponemos de acuerdo. Siempre empezamos como muy bien y al
final siempre acabamos discutiendo.
- Claro, ¿cómo no vamos a discutir si tengo el
mismo horario desde hace por lo menos tres años? Todavía estoy esperando que te
des cuenta que tengo dieciocho años y creo que ya has tenido tiempo para saber
que soy buena gente y que no ando por ahí fumando y armando jaleo. Además con
los chicos que salgo son conocidos y me acompañan a casa, o sea que no entiendo
porqué no me dejas salir hasta más tarde.
- Ana, no insistas que ya sabes como pienso en
estos temas, no me obligues a repetirte que de la vida se yo mucho más que tú y
cuanto menos te acerques a los peligros, mejor que mejor. En fín, vete a dormir
que mañana tienes que ir a Misa de once y con las bromas se nos está haciendo
tarde. Venga, hasta mañana si Dios quiere.
El médico y su hija se
besaron en la mejilla como todas las noches y con sigilo se acostaron en sus
respectivas camas. Ambos tenían el mismo insomnio y las horas iban pasando sin
dejarles conciliar el sueño. José Luis tenía
a su mujer, María, que se hacía la dormida pero que también mantenía su
particular vigilia, mientras que Ana con la compañía de unos ronquidos de su
hermana Begoña no era capaz de conciliar el sueño.
D. José Luis se removió
inquieto en la cama, lo que aprovechó María para preguntarle
- ¿Ha llegado Ana?
- Si, acaba de llegar porque ha estado en casa
de Encarna y, como siempre se le ha hecho
tarde. Esta niña está muy mal educada y nos toma el pelo de una manera que
parece mentira ¿a quien habrá salido?
- No tengo ni idea, pero es muy buena. Si que
con las llegadas a casa es una locura, pero luego es la que más me ayuda y
siempre tiene una palabra agradable para todo.
-
Tienes razón, mujer y probablemente de todas nuestras hijas sea la
mejor, pero esto no se puede consentir, sobre todo, porque yo mañana me tengo
que levantar para visitar al hijo del Expósito y algún día tendré derecho a dormir
a pierna suelta ¿no te parece?
- Es verdad – Doña María se acurrucó al lado de
su marido y se abrazó a él –si no fuera por estos detalles nuestros hijos
serían un modelo ¿verdad?
- Bueno, tampoco hay que exagerar. Por cierto,
¿qué hacemos con Ana? ¿la castigamos o seguimos como siempre?
- Hombre, José Luis, si ha estado en la casa de
Encarna tampoco debemos exagerar. Piensa que ya tiene dieciocho años y sale muy
poco. ¿Sabes que estaba pensando? Que no ha vuelto a hablar de irse a Madrid.
Se conoce que lo ha pensado mejor porque parecía que estaba muy empeñada.
- Déjala, si se va, verás que pronto se dará
cuenta que como en casa no se está en ninguna parte y volverá, porque las
grandes ciudades son muy duras
- Si, estoy de acuerdo, pero seguro que se iría
por las malas porque tú ¿se lo ibas a consentir?
José Luis encendió la
lamparita que reposaba sobre la desnuda mesilla de noche y pasando un brazo por
debajo de la almohada la acarició con ternura. Pensó que había tenido mucha
suerte al haber encontrado una mujer como María, pero también pudo constatar un
cierto peligro por que ella con su manera de ser era incapaz de plantear
claramente un problema y era una auténtica experta en sondear a su marido sin
que él se diera cuenta.
Los días pasan muy deprisa
y aunque parecía que fue ayer, ya hacía por lo menos un mes de una de las
mayores discusiones desde su casamiento y todo por culpa de Ana que había
planteado claramente la posibilidad de irse a Madrid y apuntarse en cualquier
Academia de Secretariado.
Incluso, tenía una especie
de hojas de inscripción para dos meses después comenzar en una de la calle
Bravo Murillo que le garantizaba un puesto de trabajo al finalizar esa
especialización que se calculaba entre dos y tres años. El planteamiento había
sido por la buenas, sin ningún tipo de preparación ni nada de nada y el propio
padre era consciente que había contestado
violentamente y con unos argumentos mas que discutibles porque si no ¿a
cuento de que vino decirla que todas las chicas de provincias que van a Madrid
terminan siendo fulanas? Hombre, como decía Doña María, todas, todas, no serán
y ella estaba segura que su Anita no sería de esas, pero también sabía que los
peligros eran mucho mayores sin el control de una casa llevada por unos padres
que, equivocados o no, vivían por y para sus hijos y que no entendían que
habían hecho mal para recibir tan insólita noticias. Ana repetía y repetía que
no le buscaran tres piés al gato que la cosa era mucho más simple que todo eso,
que no es que estuviera mal ni mucho menos, sino que quería conocer otras
cosas, aprender a manejarse sola, tener otros amigos..... etc..etc y D. José
Luis insistía a voz en grito que en esa casa mandaba él y su hija haría lo que
el dijese que para eso era su padre y que si continuaba con la misma actitud la
castigaría sin salir, aunque tuviera que dejarla bajo llave en su habitación.
Ana insistía que no se lo tomase por ese camino porque no se trataba de una
tragedia sino de una cosa normal en muchas familias y que porque una se fuese a
Madrid, a estudiar, no se iba a caer el mundo. La discusión se zanjó cuando D.
José Luis pegó un puñetazo en la mesa y les mandó callar a todos.
Por la noche, en la cama,
Doña María que era consciente de la determinación de su hija, trató de suavizar
las posturas y se preguntaba en voz alta si no lo estarían haciendo mal y que
aunque fueran sus padres, que derecho tenían para no permitir a una de sus
hijas que se fuera a donde le diera la gana y lo peor es que si se negaban en
redondo ¿no perderían una hija si decididamente se iba a la capital? D. José Luis no cejaba en sus posiciones y
mantenía que mientras él viviera de esa casa no se iba nadie, al menos con su
permiso.
Las noches sucesivas
fueron de largas conversaciones entre el matrimonio y raro era que no les
dieran las tres o las cuatro charlando sobre si los hijos deben estar en casa
hasta que se casen o estaría bien que vivieran solos una temporada para que
sepan que la vida es dura y lo que cuesta ganarla. Doña María cerraba los ojos
y terminaba con un “lo que sea sonará” y así hasta la noche siguiente.
La educación de los hijos. Muchas opiniones y en todas hay algo de razón.
ResponderEliminarUn abrazo a todos
A mi me suena esto que le pasa a Ana ..... Pobrecilla; es la eterna lucha. Yo creo que debe irse a Madrid y empezar a vivir la vida.
ResponderEliminarBss y hasta el próximo capítulo