No se porqué tengo la impresión que estas historias las leen alguien mas que vosotros dos, aunque no se si porque no quieren o porque no saben, el caso es que no lo escriben en ninguna parte, pero bueno, allá ellos, ellos se lo pierden, pero si escribieran podríamos hacer una especie de tertulia sin cookies que podría resultar mas divertida, pero bueno, todo se andará.
Mientras que escribo me pongo Spotify y por primera vez en mi vida estoy tranquilamente oyendo música, eso no tiene mérito porque lo he hecho muchas veces, pero si que hoy oigo las letras y por ejemplo ahora mismo hay un fulano con una guitarra y la letra dice que "soy un completo incompleto si me giro y no te veo etc...etc ¡Que bonito!
No se si os dicho que estoy escribiendo otra novela sobre un Cirujano Plástico que tiene que emigrar porque las cosas no le van bien y habrá que darle un toque de alegría porque está quedando mas triste que yo que se. En fin, como siempre pasa con esto de escribir, le buscamos una novia y algo haremos y con la mujer también le daremos alguna alegría que para eso la dejamos en casita, compuesta y sin marido.
Bueno que seáis felices porque como siga así nunca llegáis a leer el capítulo y espero que después de esto, me nombren por lo menos hijo adoptivo de la Villa de Cedeira porque mas propaganda imposible y la Dorinda estaréis de acuerdo conmigo que muy bien.
Hasta la próxima.
Un beso
Tino Belascoain
CAPITULO 52.-
El día amaneció soleado,
cosa un tanto extraña en Galicia y más en aquella época en que el otoño se
empeñaba en hacer acto de presencia. La casa rural, situada en lo mas alto de
una montaña desde la que se veía perfectamente toda la ría de Cedeira, pequeño
pueblo marinero a unos pocos kilómetros de Ferrol, estaba en un sitio
increíble. Fernando la había encontrado casi de casualidad, pero el hecho de
que estuviera en un lugar alejado del mundanal ruido, con posibilidad de ver el
mar y en un pueblo famoso por sus percebes, hizo que Fernando reservase la
mejor habitación o por lo menos así se lo había asegurado la dueña, a la que no
tenía el gusto de conocer nada mas que por teléfono, pero que tenía una voz
encantadora, una de esas personas que sin conocerla, ya sabes que te va a
encantar, servicial como nadie y dispuesta a que aquel fin de semana fuera el
mejor de sus vidas y estaba segura que
lo conseguiría y a fé que no les había engañado. La llegada fue a altas
horas de la madrugada y la oscuridad de la noche les impidió ver la magnitud
del paisaje. Como habían quedado previamente, deberían dejar el coche a un lado
de un pequeño aparcamiento cubierto por una parra que hacía las veces de Uralita
ecológica, la llave de la habitación estaría debajo del felpudo de la entrada,
era la mejor de todas y Dorinda, que así se llamaba la propietaria, les había
dejado, junto con la llave, una nota en
la que les avisaba que podían hacer todo el ruido que quisieran porque de las
seis habitaciones disponibles, cinco estaban libres aquel fin de semana, porque
estaban todas reservadas a una familia de Lugo, pero por algún motivo no habían
podido ir. La habían llamado por teléfono y le preguntaron si tenían que pagar
alguna cantidad, pero les era imposible acudir ese fin de semana. Además, la
nota les advertía que ella estaría por allí por la mañana y que no se
preocupasen por la hora del desayuno, cuando bajaran se lo preparaba sin ningún
problema.
Mamen y Fernando siguieron
rigurosamente todas las instrucciones y al encender la luz de la habitación se
quedaron sorprendidos del buen gusto del que hacía gala la tal Dori. Se podía
definir como una “suite rural”, si es que existe ese término. Era un pequeño
apartamento decorado absolutamente con artesanía gallega en el que destacaba
una cama con dosel al fondo, una especie de cuarto de estar con los periódicos
del día encima de una acogedora mesa camilla rodeada por dos orejeros tapizados
con una pana beis y hortensias de fondo. A la derecha una amplia galeria dejaba
ver las luces de la villa y varias filas de pequeñas bombillas que parecían
continuar el recorrido de viejos caminos. A cada pocos metros, esa luces se
arremolinaban como queriendo fundirse en un abrazo luminoso y aunque era
difícil de discernir, casi seguro que formarían partes de distintos núcleos
rurales. La galería era larga, muy larga y casi al final unas sillas se
disponían de manera informal, apoyadas en un suelo de madera que chirriaba con
los pasos de Mamen y Fernando.
A la izquierda, una
pequeña balda de piedra con un jarrón que contenía unas rosas rojas recién
separadas de su habitat natural, daba entrada a una mini cocina de cuyas
estanterías descendían, como cascadas, ramas de hiedra que llegaban casi a un
fregadero de piedra natural por el que discurría sin parar un reguero de agua
que se difuminaba por una de las esquinas. Dos pequeños bancos de madera, con
una mesa en el centro hacían las veces de un moderno “office”. El cuarto de
baño mantenía el suelo original de muchas casas gallegas, haciendo como rombos
blancos y negros y toda la pared era de piedra vista, la llamada cantería y
solamente en un lateral se abría una ventana de madera con unas contraventanas
también de madera.
La pareja recién llegada,
acostumbrada al lujo y amplitud de las grandes cadenas hoteleras del levante
español, se quedó estupefacta. Aquello parecía como de cuento, la limpieza era
impresionante y solo el sonido del agua discurriendo por la cocina les parecía como estar en otro mundo. La
elección había sido excelente y seguro que sería un lugar ideal para plantear
aquellos asuntos que los dos llevaban en la cabeza.
El día anterior había sido
muy duro y casi sin tiempo de deshacer las maletas, se quedaron dormidos en una
cama amplia y blanda, ella con un camisón blanco de puntillas y él con un pijama de rayas muy finas rojas y
blancas.
El canto de un gallo los
despertó a las siete de la mañana, Fernando se levantó, abrió las cortinas que
cerraban de manera casi hermética la galería central y ante la maravillosa
vista no pudo por menos que despertar a su mujer que se encontraba en lo mejor de sus sueños.
- Mamen, Mamen – la empujó suavemente –
despiértate y ven a ver la vista, no te la puedes ni imaginar.
- ¿ Que hora es?
- ¡Que mas da!
- ¿Cómo que que mas da? Debe ser prontísimo
¿no?
- Son las siete y cuarto de la mañana, pero es igual, porque te va a
encantar
- ¿Sabes a que hora nos acostamos ayer?
- Ni idea, supongo que tarde
- Pues nada mas y nada menos que a las tres y media de la
madrugada, o sea, que cierra la cortina y vamos a dormir que es muy temprano.
- ¿Serás capaz de no venir a ver el
paisaje?
- Fernando, no seas pesado – Mamen se dio media
vuelta y se tapó con la sábana de hilo.
Fernando descorrió
completamente las cortinas y una luz maravillosa iluminó toda la habitación. El
sonido del agua se vió atenuado por el piar de los pájaros. El cielo estaba
completamente azul y en el horizonte todavía quedaban pequeñas zonas de niebla,
como queriendo recordar los días anteriores en el que el sol no había sido
capaz de vencerla. Sin embargo, esta mañana era especial, quizá porque en
Galicia cuando hace sol, como la española cuando besa, es que hace sol de
verdad y la luz es como mucho mas luz que en el resto de España. El amplísimo
ventanal era como el patio de butacas y por el escenario pasaban escenas
inolvidables. El pueblo marinero de Cedeira se rendía a los piés de la vista.
La zona antigua con la torre del iglesia en el centro, todavía estaba en una
zona sombría y los tañidos de la campana nos recordaba la llegada de los
marineros de bajura, que habían salido a la mar para recoger sus capturas allá
por las cuatro de la madrugada. Los
pequeños botes se aproximaban a las piedras del puerto como buscando abrigo en
un día en el que la mar era como un plato de caldo gallego. No se movía ni una
hoja debido a la escasez de viento y en el faro las olas no batían, como era
habitual en otoño, sino que parecían querer contribuir a mejorar la belleza del
paisaje dejando una estela de agua verdosa en sus proximidades. A la derecha,
un monte de tupidos eucaliptos, parecía querer envolver a la villa como si
fuera para regalo. Pocos núcleos de población, los llamados lugares, se veían
en la ladera de la montaña y sin embargo, multitud se casas se repartían
individualmente por todas las zonas verdes como si Dios se hubiera entretenido
en depositarlas allí como granos de arroz blanco. Casi al alcance de la mano,
unas ovejas se movían por el jardín de la casa rural, mientras un perro, de
esos perros de campo que no tienen ni
raza ni pedigrí ni nada de nada pero que tienen un señorío que les hace rodear
a las ovejas como si las estuviesen cortejando, daba vueltas alrededor del rebaño
para que el amo las tuviera siempre
controladas.
Ese paisaje encantador se
veía alterado por el canto de un gallo como si quisiera contribuir para que el
espectáculo no fuera solo de luz y de paisaje, sino tratando de introducir un
elemento nuevo como el sonido, pero de una manera que no resultara violenta.
Fernando miraba y miraba
aquel lugar de ensueño desde el excelente mirador constituido por la amplia
galería y no era capaz de entender como Mamen no se levantaba para
contemplarlo. La había llamado dos o tres veces y ella seguía disfrutando de
otros paisajes motivados por el profundo sueño que la mantenía en la cama con
la sábana hasta la barbilla.
Por fin, Mamen se acercó a
su marido y le dio un beso en la mejilla, después se puso detrás de el y le
abrazó.
- ¡Que bonito! ¿verdad? Parece un paisaje de
cuento.
- Y eso que tú lo ves ahora, que yo llevo desde
las siete de la mañana ensimismado. Es algo increíble.
Casi sin esfuerzo por
parte de los dos, se encontraron abrazados demostrándose su amor con un beso
largo y prolongado. Casi como en la noche de bodas, Fernando la tomó entre sus
brazos y volvieron a la cama y sus cuerpos se fundieron como si no hubieran
pasado casi veinticinco años desde aquel uno de Junio en que se casaron en la Catedral de San Isidro en
presencia de casi quinientos invitados. Durante todos esos años, había habido
de todo, momentos buenos, momentos malos y épocas de monotonía en las que su
situación continuaba como un coche automático por una autopista. Alguna
aventura había venido a alterar el tranquilo viaje, como si un animal invadiera
la calzada, pero ambos habían sabido
disimular y continuaron como si nada hubiera sucedido. Después del infarto de
Fernando la situación se había tornado muy delicada, pero por los niños y por
otras muchas circunstancias, continuaron viviendo juntos y ahora disfrutaban de una buena época.
Que capítulo tan bonito !!! preciosa la descripción del paisaje gallego. Cuando estás satisfecho contigo mismo y te sientes feliz y renovado, todo lo que acontece a tu alrededor lo vives de otra manera. Seguro que el paisaje es maravilloso pero Fernando lo esta viendo con los ojos de la felicidad interior y eso lo agranda todo. Y fueron felices y comieron perdices.
ResponderEliminarBonito viaje vais a hacer y, como se añade que vais a estar con Marta, doblemente bonito. Es mi teoría.
Buen viaje, besos a todos y hasta la vuelta
Que bien se lo montan estos chicos. Pues nada mas y nada menos que la mejor casa rural de la comarca y encima al levantarse hace sol y buen día, menuda suerte. Ya me estoy imaginando el súper desayuno que se van a pimplar preparado por Dorinda que me pega que sea una buena cocinera.
ResponderEliminarEspero el próximo capítulo antes de Navidad, a la vuelta de Bélgica.
Un abrazo a todos