Continuamos con una romería que me inventé hace tiempo y me debió pillar en una época como muy fina porque ahora me las imagino como mucho mas bestias, pero en fin, para no haber estado en ninguna, no ha quedado especialmente mal.
Para que sepáis con quien os estáis jugando los cuartos, os diré que ahora estoy escribiendo el capítulo 61, o sea, que os queda mili como para parar un tren
Como siempre, espero que os guste y paséis un rato agradable sin pensar en los catalanes ni cosas por el estilo
Un abrazo
Tino Belas
CAPITULO 14.-
Las carretas vistosamente engalanadas se acercaban lentamente hasta la
ermita de la Patrona
de la ciudad situada en un montículo a pocos kilómetros del centro rodeadas de
polvo, algarabía, diversión, juventud y juerga desbordante de los jóvenes y
menos jóvenes provenientes de la ciudad y alrededores.
Las fiestas de Medina del
Campo desde hacía casi cuatro siglos finalizaban con la Romería a la ermita del
Patrón de la Villa
y Corte que lo fue en la época de los Reyes Católicos. Tradicionalmente las
carretas pasaban de padres a hijos y las familias que se preciasen y algunas
que no se deberían de apreciar tanto, invertían tiempo y dinero en hacer
resaltar tanto el caballo como a la carreta para obtener el preciado galardón
de “Carreta del Año” premio que otorgaba
el Ayuntamiento y que se luciría durante los doce meses con la exposición de la
carreta en el patio del edifico Consistorial y la placa conmemorativa
correspondiente.
Las carrozas avanzaban
parsimoniosamente, como queriendo mostrar su estructura en la interminable
llanura castellana y en su interior las familias y amigos disfrutaban de
exquisitos manjares preparados con esmero. Los hombres con ropas de labrador y
un pañuelo azul al hombro y las mujeres con amplios sombreros de paja y las
faldas largas hasta casi los tobillos completaban un típico cuadro pastoril que
se repetía todos los años en la última semana de Septiembre calificada por
todos como la Semana
Grande , aunque las corridas, concursos literarios,
exposiciones pictóricas y hasta las fiestas en el Casino comenzaban allá por el
mes de Junio.
Los jefes de las familias
iban delante, jaleando a los caballos y buscando la rodera más adecuada del
camino para evitar que los que viajaban en el interior tuvieran excesivos
tumbos. Para ello iban provistos de unas varas largas, que ondeaban al aire con
demasiada frecuencia, gargantas bien afiladas para soportar la tensión del
momento y recias botas camperas que facilitaban el camino hasta la ermita.
La comitiva estaba
compuesta por veintinueve carretas numeradas correlativamente y ordenadas según
un sorteo efectuado en el Ayuntamiento. La primera y fuera de concurso era la
del Señor Alcalde que abría el desfile y la última, también fuera de concurso,
la de la familia del Damián, eterno enterrador que parecía que no iba a morirse
nunca y que a sus noventa y un años azuzaba a su caballo con la misma fuerza
que un chaval de veinte. La correspondiente al Dr. Segura Parrondo y familia
llevaba marcado en un lateral el número diez y así los que en ella peregrinaban
estaban convencidos que este año el premio era para ellos. La madera pintada de
verde, el toldo a rayas verdes y blancas y el caballo con las crines pintadas
con la bandera de España, le daban un aspecto andaluz a toda la cuadrilla
aumentado por los sombreros andaluces de las dos hijas mayores de D. José Luis
el Médico que, sentadas en el alto pescante manejaban con destreza las riendas
de Ligerito, el caballo del doctor que por el tiempo trascurrido y los
servicios prestados, parecía ya como uno más de la familia.
Matilde y Sonsoles, las
dos hijas mayores disfrutaban del paisaje y miraban, con la alegría reflejada en sus rostros morenos, como la
ermita se iba aproximando como si quisiera acortar el camino entre ambos. Sus
maridos, Prudencio y Genaro, trotaban por los alrededores en sendas jacas y
cada poco se acercaban y repartían parabienes a sus esposas.
En el interior de la
enorme carreta, Doña María Ferrandez presidía la larga mesa, hecha con tablones
y hasta arriba de restos de comida y bebidas, mientras sus dos hijas pequeñas
Ana y Begoña jugaban al tute subastado en compañía de dos amigos que se habían
sumado a la sobremesa.
El calor era sofocante,
las gotas de sudor discurrían por numerosos canalillos, las mentes se iban
progresivamente embotando y los efectos del alcohol agredían directamente a
muchos de los romeros lo que hacía que las madres extremaran sus cuidados y no
perdieran de vista a sus hijas casaderas.
En el interior de la
carreta de D. José Luis Segura el calor y el polvo del camino se hacía
insoportable y un botijo convenientemente cargado de agua fresca pasaba de mano
en mano aliviando en lo posible la sequedad de las gargantas.
Al fondo, como si hubiera
sufrido un vahído, Doña María se aferraba a unos cojines de vistosos colores
que se encontraban apoyados a las maderas de los bancos laterales que hacían
las veces de asientos y trataba de mantener la vertical. Las irregularidades
del camino se iban haciendo cada vez mas manifiestas y los tumbos marcaban la
imposibilidad de tener una sobremesa relajada. La frente era como una fuente de
sudor a pesar del abanico de toreros en plena faena que danzaba por el
carromato; sus labios resoplaban y emitían una especie de gruñidos que mas
parecían ronquidos que signos de impaciencia por arribar lo antes posible.
Aquello era insoportable y se repetía la misma historia de todos los años.
Menos mal que no se acordaba de uno para otro, pero siempre el final era
similar: el año que viene no vengo porque esto es una fiesta de gente joven y
una ya no está en edad de soportar este trasiego. Para los jóvenes, muy bien,
se ríen, bailan y se divierten, pero para mí esto es demasiado. Este año porque
lo hago por Begoña, pero es el último que vengo. ¡Que horror, que calor!
El toldo de la carreta iba
bajado e impedía ver al resto de la comitiva; la mayoría iban tumbados
disfrutando de una bien merecida siesta y algunos ronquidos se escuchaban en la
lejanía. Los niños correteaban alrededor de los carros y las voces de las
madres los devolvían al redil : Paco, coñe, deja de empujar a Felipe y no molestes
que estoy durmiendo la siesta, Julianín, como te voy a decir que te pongas la
gorra, luego coges una insolación y que pasa ¿eh?. Como te vuelva a ver jugando
a la pelota cerca de las ruedas del carro te juro por lo más sagrado que te
meto en la carroza y no sales hasta que lleguemos de vuelta a casa, jodío niño,
me estás dando la romería, mejor estarías en casa con la abuela. Los jóvenes
eran los únicos que, a lomos de briosos corceles, pasaban de carreta en carreta
tratando de encontrar a alguien o algo que les hiciera olvidar todo lo andado.
Con pantalones vaqueros,
sin camisa y destilando sudor, se acercaban y pedían algo de beber. Su
solicitud en la mayoría de los casos era atendida con prontitud y la moza que
quería y en pago a su deferencia, se le permitía subirse a la grupa del caballo
y dar una pequeña vuelta. Los brazos alrededor de sus cinturas parecían dar
alas a los caballos y los jinetes, para demostrar sus habilidades, salían al
galope dejando tras de sí la preocupación de los padres, las risas nerviosas de
las nuevas amazonas y una gran cantidad de polvo que se sumaba al de las
carretas.
Genaro, el yerno mayor de
D. José Luis Segura, se acercó al galope, con una sonrisa de oreja a oreja,
puso su caballo al ritmo cansino de la carreta familiar y guiñando un ojo
se ofreció a Matilde, su mujer para
llevarla a dar una vuelta. Ella lo miraba con gesto de complicidad, le pasó las
riendas a su hermana Sonsoles y apoyándose en el estribo, saltó a lomos de
“Cabrerizo”, caballo de seis años conocido por ese nombre por haber nacido en
tierras leonesas, allá en Cabrerizo de los Montes, de donde eran oriundos la
familia de su marido. Era la primera vez en sus veintiocho años que le estaba
permitido porque la disciplina en su casa era rígida y hasta que no estuviera
casada su padre no la dejaba merodear por los alrededores a lomos de los
caballos de los amigos. Me vas a decir a mí como son tus amigos ¿no ves que yo
también fui joven? solía decir el Dr. Segura y por fín este año sería libre
para ir con su Genaro a donde le viniera en gana. El viento le daba en la cara,
el calor se hacía agobiante, sus manos se aferraban a la cintura de su jinete,
el pecho se oprimía contra su espalda y una sensación de libertad les hacía
apretarse más y más mientras la velocidad del caballo iba aumentando. Genaro
experto en el arte ecuestre, gracias a los dieciséis años que vivió en el
pueblo, enfiló la cabalgadura hacia un grupo de árboles que formaban un pequeño
bosque distante unos cientos de metros del camino y al arrullo de las sombra
hizo descender a su mujer y detrás de un chopo de considerables dimensiones se
fundieron en un solo cuerpo con la misma pasión que la primera vez en la noche
de bodas hacía ya siete meses.
Me ha gustado como describes las distintas facetas de la típica romería.
ResponderEliminarAl ser capítulos cortos y semanales a veces pierdo el hilo y no me acuerdo de la trama general de la novela. De manera que el día que tenga tiempo me voy a leer los catorce capítulos seguidos. Supongo que si doy marcha atrás acabaré en el capítulo uno. Ya os contaré.
Un abrazo
Parece la romería del Rocío !!!!. Genial, lo describes divinamente.
ResponderEliminarSuerte para todos el día 22. Puede que el domingo que viene a estas horas esté en el fin del mundo.
Bss y hasta el próximo