domingo, 1 de diciembre de 2013

EL TRIO DE DOS: CAPITULO 12

Queridos blogueros/as:
Este capítulo ya es como nuevo y no tiene nada que ver con los anteriores. El Papa ya se ha visto con el niño y casi sin solución de continuidad nos vamos de Semana Santa y que Viva España.
Tengo que reconocer que también entre curas me lo paso bien, lo cual quiere decir que me lo paso bien en cualquier ambiente, aunque es justo reconocer que entre el niño viendo al Papa y la Semana Santa de Medina del Campo es cierto que hay alguna similitud, pero yo lo que he hecho es poner aquí mis recuerdos de niño, porque las cosas eran mas o menos así ¿o no? yo creo que si, aunque posiblemente no fuera tan exagerado pero bueno, como siempre os digo, esto es lo bueno de una novela: te acuerdas de lo que quieres, el resto te lo inventas y tan amigos.
Hasta la próxima
Un abrazo
Tino Belas


CAPITULO 12.-

Todo el pueblo contribuía a que la Semana Santa fuera lo que debía ser, una Semana de tristeza, de intenso dolor por la muerte de Nuestro Señor Jesucristo en la que no se permitía ningún atisbo de alegría para lo cual se cerraban todos los establecimientos de diversión  como bares, casinos, etc. Los hombres deambulaban cabizbajos por la Plaza Mayor y los corrillos habituales alrededor de un buen vaso de vino se disolvían hasta el Lunes Santo en que todo volvía a la normalidad. Las mujeres permanecían en sus casas y solamente salían a los Oficios que eran habitualmente a las ocho en la Iglesia de San Juan y un poco antes en las otras parroquias y siempre acompañadas del resto de su familia. Los hijos permanecían también en sus casas y jugaban en silencio en los patios. Los Colegios se cerraban a cal y canto y se suspendían todas las competiciones deportivas de los fines de semana.
La familia del Dr. Segura, fiel a la tradición, se encerraba durante siete días y solamente se les veía y siempre a todos juntos,  asistiendo a los Oficios. D. José Luis vestía con traje oscuro y corbata negra en señal de luto y con gesto circunspecto acompañaba a Doña María quien con su traje largo negro y su mantilla de encaje eran la envidia de la ciudad. Todos la admiraban por su belleza de rasgos tranquilos, su mirada penetrante y su andar discreto. Sus hijas, las cuatro, arropaban al matrimonio y se removían a su alrededor como polluelos en corral ajeno. Matilde, la mayor, que ya había cumplido dieciocho años, también vestía traje largo y mantilla aunque en este caso el rico bordado estaba sobre un tejido de color marrón lo que hacía resaltar su juventud . Sonsoles, de catorce llevaba un traje de color azul oscuro y un simple velo cubría su larga melena. En las manos un misal y un rosario de cuentas blancas heredado de su tía Encarnación, completaban una figura en la que empezaban a aparecer, como si de la primavera se tratase, unos signos inequívocos de juventud imposibles de disimular incluso con las poco favorecedoras ropas de semiluto. Las dos hermanas pequeñas, Ana y Begoña permanecían agarradas de la manos de su madre y ni los reproches de la señora ni los de su padre que las miraba con su seriedad habitual, las hacían perder su candidez y jugaban como si de una semana cualquiera se tratara.
Los Oficios en la Iglesia de San Juan eran una repetición de la Misa Dominical, el mismo decorado, los mismos curas, los mismos asistentes y, sin embargo, eran absolutamente diferentes. La tristeza invadía el impresionante templo con las imágenes como escondidas tras unos grandes telares de color púrpura y los gestos de todos denotaban una unión en la pena.
D. Gerardo, el párroco, con su casulla negra, su nariz aguileña, sus manos largas y su pelo corto, era precedido de cuatro monaguillos también con pequeñas sotanas negras y los ojos fijos en el suelo, que caminaban con ritmo cadencioso haciendo sonar las cadenas de unos pequeños incensarios que distribuían un olor a incienso por todo el templo. El coro entonaba lúgubres salmos acompañados por un órgano de sonidos metálicos.
Los asistentes acompañaban al párroco en sus oraciones leyendo en sus misales las preces correspondientes y prestaban atención a la homilía que D. Gerardo, desde el púlpito, trataba de inculcar en ellos los valores eternos de todos los cristianos. ¡Que es la vida sinó un paso hacia la muerte¡ Decía mientras sus manos se alzaban al cielo en un gesto de súplica. Los mayores asentían con sus relucientes calvas y sus lacias melenas blancas, mientras los más jóvenes se miraban sin entender el objetivo de su disertación. El párroco insistía una y otra vez que lo importante no era la muerte en sí, si no la resurrección y para eso había venido a salvarnos el Hijo de Dios en persona. Fijaros si para Dios seremos importantes que nos envía a su propio hijo y hace que los hombres lo matemos para que se pueda cumplir el milagro de la Resurrección. ¿No os parece maravilloso? Sin embargo, mis queridos hermanos, hoy día de Viernes Santo podríamos decir sin temor a equivocarnos que hoy estamos muertos y si no se produjera el Milagro de la Resurrección, estaríamos muertos para toda la eternidad, pero no os preocupéis porque Dios vendrá como siempre en nuestra ayuda y con gozo disfrutaremos de la vida eterna en su presencia. ¡Que gran verdad mis queridísimos hermanos! Hoy debéis de mostrar vuestra peor cara porque nos encontramos ante la muerte, pero el mismo Dios nos dice que estemos siempre preparados y que tengamos confianza porque llegará el Domingo de Resurrección y nuestra alegría debe ser contagiosa y que todo el mundo al vernos pueda decir que ahí va un buen cristiano.
Los Santos Oficios continuaron por espacio de casi hora y media más lo que hizo que Doña María tuviera que regañar seriamente a su hija Ana que no paraba de meterse con su hermana y se movía sin parar .
Mamá, me aburro. Esto es un rollo.- Ana se levantó y empujando a Begoña trataba de adivinar lo que hacía el cura. Doña María la agarró por un brazo y la sentó bruscamente en su sitio y le advirtió que como siguiera igual, la llevaría a casa y no volvería nunca más a los Oficios con ellos. Mientras tanto, Begoña, su hermana pequeña se entretenía doblando y desdoblando un pañuelo blanco que le había dado su madre y aunque no podía ser consciente de tan señalado día, parecía como si, a su nivel, quisiera sumarse a la celebración y mantenía un discreto silencio solamente alterado por los empujones de su hermana. Como Ana continuaba con su guerra particular, su padre la llamó y la hizo sentar a su lado con gesto imperativo. Por unos minutos, se mantuvo en silencio y haciendo pucheros, pero al poco encontró la solución. Delante justo de su padre, se encontraba Doña Luisa, la hermana de Juan el cartero que llevaba una especie de mantón de hilos largos que se enganchaban en las maderas de los bancos de la Iglesia y cada vez que se levantaba se tenía que ayudar para evitar que se le cayera. Ana que, a pesar de las apariencias, era buena por naturaleza le iba deshaciendo nudo a nudo y Doña María Luisa se lo agradecía con un muchas gracias, bonita, que Dios te lo pague y así consiguió llegar al final de los Oficios cuando Don Gerardo continuaba con un rezar hermanos que el Hijo de Dios está muerto pero resucitará y debéis estar alerta para cuando venga y para eso, queridísimos hermanos dejaremos abiertas las puertas del Templo y el Santísimo estará en el altar para que lo adoréis todo el tiempo que consideréis oportuno.
Los asistentes se santiguaron pasándose el agua bendita de mano en mano y en las columnas románicas que sujetaban el ancho porche, se saludaban y quedaban para el Domingo de Resurrección.
Doña María, siempre del brazo del Dr. Segura, parecía disimular los tirones que de su falda le daba su hija Ana y caminaba con la espalda erguida y la cabeza bien alta. En esta ocasión y en base a la peineta de la que caía como una cascada la mantilla que había sido de su bisabuela y le había correspondido en herencia por ser la mayor de la familia, la estatura de su marido se equiparaba a la suya y hacían una pareja que llamaba la atención. Por otra parte, al ser el Dr. Segura conocido por la mayoría, era saludado por la calle por muchos de sus pacientes y el correspondía con una inclinación de cabeza.
El paso por las seis parroquias que constituían el núcleo urbano de Medina del Campo era visita obligada para todas las familias cristianas y la del Dr. Segura era un ejemplo de ellas. Los padres delante y los hijos detrás formaban una pequeña procesión que discurría por los mismos lugares que todos los demás y no era raro cruzarse con la misma familia en diversas ocasiones, lo que provocaba la hilaridad de los más pequeños que no podían resistir la sonrisa cuando los padres por tercera o cuarta vez decían : Adiós Señor y Señora Ventura, Ustedes sigan bien y la contestación de los correspondientes con un hasta pronto Doctor, señora del Doctor y jovencitas.
La primera parroquia en ser visitada siempre era a la que uno pertenecía y como poco antes habían asistido a los Oficios, la visita consistía en salir al atrio de la Iglesia, saludar a los conocidos y volver a entrar. A continuación, iniciaban lentamente el recorrido por la calle Mayor y visitaban la Iglesia de La Anunciación, y la de Santa María, descendían por la calle de las Norias visitando la Iglesia de San Nicolás, subían la cuesta de la Vega y entraban en las Reparadoras y terminaban en San Julian donde además de las oraciones de rigor, D. José Luis  rezaban una Salve a Nuestra Señora y las jaculatorias de San Torcuato que eran contestadas con un así sea por toda la familia.
El acto más significativo y el que tenía más eco en la provincia era la Procesión del Silencio que comenzando en San Juan terminaba después de ocho horas en la Concatedral de San Julián. Los nazarenos vestidos totalmente de negro con su paso lento y en un silencio impresionante, solamente alterado por los redobles de  un único tambor, recorrían el pueblo de lado a lado. Muchos de los penitentes arrastraban pesadas cadenas de gruesos eslabones que les provocaban importantes rozaduras en los tobillos y el ritmo se iba haciendo mas cadencioso según transcurrían las horas. Los velones dejaban caer la cera como si de lágrimas se tratara y el suelo se volvía céreo y resbaladizo. La imagen presidencial era la de Jesús Sacrificado, preciosa talla de cinco siglos de antigüedad que se ubicaba para la ocasión en un trono desprovisto de cualquier tipo de ornamentación  y solamente cuatro velones lo flanqueaban. A su paso, los hombres se quitaban respetuosamente los sombreros mientras las mujeres hacían una pequeña reverencia.

La familia de D. José Luis, podía ver la procesión desde la amplia galería de la consulta, sin embargo, por tradición familiar, bajaban hasta la Puerta Morisca y allí contemplaban la imagen rodeados de un silencio sobrecogedor. Los niños tenían miedo y se agarraban a las faldas de sus madres en demanda de ayuda. Begoña siempre decía que un señor de los que iban escondidos le decía adiós y que estaba convencida que era su padre que se disfrazaba un poco antes de llegar al viejo arco mudejar que coronaba la calle de Cervantes. Sus hermanos se reían, pero eran conscientes que durante algunos minutos todos los años su padre desaparecía con la excusa de ir a algún sitio. Este año la segunda de sus hijas se lo preguntó directamente mirándole a los ojos y el ya entrado en años Doctor no tuvo más remedio que confirmar lo que ya sabían. Desaparecía porque era uno de los costaleros deL Jesús Sacrificado y efectivamente, desde doscientos metros antes del arco hasta la fonda de La Raimunda, era el cuarto por la derecha de los costaleros del Cristo Crucificado. Todos los años respondía con fe al llamamiento del Párroco de San Juan y pagaba la cuota de costalero. Así desde el mismo año que llegó al pueblo y la tradición familiar se vería truncada con él, porque no tenía hijos varones y a las mujeres se las tiene absolutamente prohibido acceder a tal honor. Si que podía, y  lo había pensado varias veces, hacer socio costalero a algún nieto, cuando los tuviera y así mantener la tradición familiar. En caso de fallecimiento, o por impago de cuotas, sería dado de baja y cualquiera de las numerosas solicitudes  sería llamada para ocupar su lugar lo que en ningún caso se planteaba el galeno. Había conseguido que uno de sus pacientes le cediera los derechos de costalero y eso no se podía perder así como así y más teniendo en cuenta que su ubicación era perfecta porque tanto a los primeros costaleros como a los últimos se les distinguía fácilmente porque tenían que entrar o salir de la Iglesia, pero a él no lo veía nadie porque el cambio se hacía en una zona de pinares, a las afueras del pueblo, y se permitía el lujo de mantener en secreto su identidad y era uno más de los cincuenta y siete que durante media hora cargaban con el citado trono hasta la esquina de la calle Palencia  en su cruce con Valenzuela. No eran muchos metros, pero sí exigía un esfuerzo adicional porque en ese tramo la ciudad se empinaba claramente y entre los pies descalzos, como manda la tradición, y la prohibición de colocarse cualquier tipo de hombrera para protegerse de la rozadura de una de las vigas de madera que prolongaban el trono, el final era una buena herida en el hombro derecho y una llagas en los pies que le suponían importantes secuelas en los días siguientes que necesariamente tenía que disimular para evitar ser descubierto de un secreto conocido por la mayoría pero celosamente guardado por los participantes. Era un sacrificio y no tenían porqué pregonarlo a los cuatro vientos.

3 comentarios:

  1. El Tío Javier Belas1 de diciembre de 2013, 17:27

    Semana Santa. Se nota que has vivido esos tiempos de los Oficios, los sermones y la vida en esos días sin música y fiestas.Te metes en el personaje y lo describes muy bien. Me gusta.
    Un abrazo a todos.

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  2. Yo tambien me acuerdo de esas semanas santas en la que no te dejaban hacer nada....que recuerdos!!!! Me encanta. Besos

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  3. Has clavado la Semana Santa de nuestra infancia. Era un horror......Tengo un recuerdo malísimo.
    Vamos a por el siguiente.
    Bss a todos

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