Queridos blogueros/as: Tengo que reconocer por primera vez desde que soy aficionado a esto de escribir que, por primera vez y sin que sirva de precedente, que el Abuelo de éste capítulo soy yo. Hace mucho que no lo leía y lo debí de escribir algún día de esos que estás así como un poco bajo y me salió esto que no está mal. Sobre todo los Abuelos y Abuelas que leéis esto, ojo que todos sabemos que somos tres, estaréis de acuerdo en que las cosas son mas o menos como os cuento, pero en fin, ese es el papel que nos ha tocado vivir y lo que tenemos que hacer es disfrutar de los nietos que para eso están y si alguno se cae de un columpio ¡que le vamos a hacer!
Un abrazo
Tino Belas
CAPITULO
9.-
Juan
pareció despertar. Casi sin darse cuenta había entrelazado sus dedos con Ana,
se había bebido toda la ginebra y le pareció volver a un mundo con el que
siempre había soñado. Era de noche, la luna parecía querer sustituir al sol
iluminando a su manera el amplio valle y el silencio se iba haciendo amo y
señor de todo. Juan recorrió con sus ojos un paisaje que le resultaba tan
familiar y a continuación se metió en la cama a la espera del nuevo día. Como
todas las noches y antes de cerrar los ojos dio gracias a Dios por todo lo
ocurrido durante ese día y sobre todo por conservar una memoria que le permitía
tantos y tantos episodios de su vida. El conservarla era fundamental para
transmitir a sus nietos todas sus vivencias y enseñarles, una a una, todas las
piedras del camino de su vida para evitar que tropezaran con ellas.
Eran
cuatro niños, sus nietos, los que le hacían ver el paso del tiempo, dos de
Carlos de seis y cuatro años y dos de Mateo de ocho y cuatro años ¡cuatro
nietos! y parecía que fue ayer cuando hablaba con sus hijos sobre su futuro.
Cuantas veces se habían planteado Ana y él como serían sus hijos de mayores y
tenía que reconocer que ambos habían vaticinado el futuro francamente mal. ¡Peor
imposible! No habían acertado ni una pero lo importante es que los cuatro eran
felices. Seguro que tendrían sus problemas, naturalmente, pero en conjunto se
podía decir que la vida les sonreía. Vivían bien, tenían buenas parejas, mas
tiempo libre que tuvo su padre y sobre todo de lo que disponían a raudales era
de juventud. Cierto es que los niños pequeños son la alegría de la casa y sin
querer te envuelven en una constante actividad y buen rollito, que dirían los
modernos, pero también se hace realidad el refrán castellano que, como todos es
producto de la sabiduría popular, “Dios da los niños a una edad en la que se
pueden aguantar” y es una verdad como un templo porque para Juan, el abuelo,
desde la torre de vigilancia de su castillo de la edad, de mas de sesenta años,
lo pasaba maravillosamente bien con ellos, les contaba cientos de cuentos,
trataba de iniciarlos en el culto a la naturaleza, les permitía hacer
prácticamente todo y lo único que les negaba y era el egoísmo. En ningún caso
trataba de educarlos, para eso estaban sus padres. El tenía que conseguir y por
lo menos lo intentaba siempre, que fueran a su casa como si cada día fuera una
fiesta y de hecho creía que lo había conseguido. No los veía mucho, esa era la
verdad, porque el pueblo estaba lejos de la ciudad y era lógico que sus padres solo los pudieran
llevar de vez en cuando y este fin de semana era uno de ellos. Normalmente los
padres y los hijos de cada uno se quedaban a dormir en la casa del pueblo, para
lo que adecuaban algunas habitaciones y sobre todo una especie de ático que lo
llenaban de colchones y allí dormían todos los enanos organizando unas buenas
juergas.
El
abuelo sabía que estaban a punto de llegar y se sentó en el porche a
esperarles. Apoyado en su bastón, compañero de fatigas de tantos y tantos
paseos, con una gorra a cuadros muy inglesa, Juan guiñaba un ojo como queriendo
escudriñar el futuro y de esta manera conseguía controlar el camino que, a
través de infinidad de curvas, se aproximaba al pueblo. Desde su cómodo mirador
controlaba a todos los que pasaban, tanto en coche como andando con tanta
intensidad como si le fuera la vida en ello. Los coches, en su lenta ascensión,
iban dejando una nube de polvo que los hacía todavía más visibles. Cuando
venían desde la ciudad lo hacían todos juntos en una furgoneta Mercedes Vito
propiedad de Carlos con lo que los primos venían todos juntos, se lo pasaban en
grande y el viaje se hacía mucho más llevadero. Cuando se acercaba el momento
el campo se iba transformando y hasta los girasoles estiraban sus tallos para
asistir a la llegada de la inocencia. Los niños adoraban a los abuelos y los
besos y los abrazos eran moneda común. Acostumbrados a la rigidez de la ciudad,
el pueblo era para ellos una auténtica válvula de escape. El jardín de la casa
se prolongaba, sin solución de continuidad, con los pinares próximos y la
ausencia de coches hacía que el peligro fuera mínimo comparado con el de
cualquier calle de cualquier gran ciudad.
-
Abuelo – Carlos
el nieto mayor de todos que tenía nada mas y nada menos que ocho añazos
preguntó - ¿te acuerdas que la última vez que estuvimos aquí nos prometiste que
nos harías una portería?
-
Si, claro que me
acuerdo – Juan no tenía ni idea de haber prometido semejante cosa – pero no la
he podido hacer porque necesito un ayudante
-
Pues venga, vamos
a hacerla porque me he traído el balón y me tiras unos tiros.
-
Carlos, Carlos –
la madre desde una ventana le daba órdenes – antes de ponerte a jugar sube tu
bolsa a la habitación, la deshacemos y luego juegas todo lo que te de la gana
-
Mamá ¿puedo subir
por el árbol? – el niño la miraba suplicante desde el suelo
-
Ya sabes que no.
Venga sube por la escalera que cualquier día te vas a caer y tenemos un
disgusto.
El
abuelo desde su sitio cerca del bosque le hizo un gesto como ¡que le vamos a
hacer! Y a continuación – tú pon cara como que vas a obedecer, esta vez sube
por donde te dice tu madre y en cuando no está subimos por el árbol que es
mucho mas divertido
-
¿Tú también te
vas a subir conmigo?
-
Creo que no
-
¿Te da miedo?
-
Hombre, miedo lo
que se dice miedo no, pero ya tengo unos años y si me caigo seguro que me rompo
una cadera y menudo lío.
-
No lo entiendo –
Carlos puso cara de sorpresa
-
¿Qué no
entiendes?
-
Que no subas por
el árbol, porque no se si te acuerda que nos dijiste que hasta hace muy poco
esta casa no tenía escalera y siempre tenías que entrar por la ventana.
-
Tú te acuerdas de
todo ¿verdad?
-
Pues claro,
Abuelo y ¿sabes por qué?
-
No tengo ni idea
-
Porque no me
imagino a la Abuela
y tú entrando por la ventana
-
Es que en aquella
época ni la Abuela
ni yo éramos abuelos.
Carlos,
desde su cerebro de ocho años, no entendía absolutamente nada. Solo sabía que
en casa de sus Abuelos no había escalera, que el Abuelo entraba por la ventana
trepando por un árbol, que era muy divertido según le había contado un montón
de veces y ahora resulta que no era su Abuelo o que su Abuelo no era su Abuelo,
todavía peor
-
Entonces si no erais
Abuelos ¿qué erais?
-
Pues mucho mas
jóvenes
-
¿Como “Cachete”?
-
No hombre no,
Cachete tiene cuatro años. Éramos pequeños pero no tanto
-
¿Cómo el tío
Mateo
-
¡Que mas da,
Carlitos! No seas pesado. Éramos tan jóvenes que subíamos por el árbol como si
fuéramos monos
-
¿Y te rascabas el
culo?
-
¡Como!
-
Que si te
rascabas el culo
-
¿Yo? – el Abuelo
se mantenía muy serio aunque por dentro se estaba partiendo de risa.
-
Te lo digo porque
yo fui una vez con Papá y Mamá al Zoo y había unos monos que se lo rascaban
tanto que lo tenían colorado como un tomate.
-
Sería que les
picaría
-
Claro, que cosas
tienes Abuelo, pero yo hacía lo mismo en casa y Mamá me regañaba y hasta una
vez me dejó castigado sin salir del
cuarto.
-
Me parece muy
bien porque es un gesto bastante feo y los niños no lo debéis hacer
-
¿Y los monos si?
-
Eso da lo mismo
porque los monos son monos
-
Pues ¿sabe lo que
te digo – el niño miraba a la copa de los pinos cercanos – que me gustaría ser
mono
-
Hombre, tampoco
hay que exagerar – Juan se partía de risa aunque tenía que mantener la seriedad
de un abuelo – si que es verdad que los monos saltan y trepan por los árboles y
se pasan el día comiendo cacahuetes y
-
Y se rascan el
culo, Abuelo
-
Bien y hasta se
rascan el culo, pero los que tú viste estaban en una jaula ¿no?
-
Claro porque si
no se escapan
-
Pues a mi en ese
plan no me gustaría ser mono – el Abuelo señaló los montes lejanos – prefiero
vivir aquí disfrutando de la naturaleza que metido en una jaula
-
Si, pero me
escaparía
-
Ya, pero los
cuidadores no son tontos y no te dejarían
-
Bueno- el niño
puso cara de pillo – pero yo buscaría unos alicates, cortaría la tela metálica
y me escaparía para venir a jugar contigo
-
Carlos, Carlos –
su madre le llamaba desde la ventana del dormitorio - ¿qué te he dicho?
-
¿Todavía no has
ordenado tu ropa? Preguntó el Abuelo
-
Es que no me ha
dado tiempo
-
Anda, anda no
seas cara dura, vete a tu cuarto y obedece a tu madre
Carlos
entró en la casa con cara de pocos amigos. ¡Que pesados son los padres! Todo el
día ordenando ropas, juguetes y mil cosas mas para luego jugar y que no vuelvan
a estar en su sitio. El Abuelo había construido con una madera vieja que se
había encontrado por ahí y unas cuerdas que compró en la ferretería del pueblo
un columpio que colgaba de la rama de un pino próximo. El nieto mas pequeño se
bajó sin esperar a que el balancín estuviera totalmente parado y se cayó cuan
largo era. El Abuelo se asustó y aunque estaba a tan solo unos metros de
distancia acudió rápido en su ayuda mientras el nieto lloraba como un loco. No
parecía que se hubiese hecho nada importante, pero el llanto iba aumentando lo
que hizo que se acercaran rápidamente los padres de la criatura.
-
Abuelo ¿qué ha
pasado? – preguntó el padre tomando en brazos al niño mientras le besaba y lo
acunaba como si se estuviera muriendo
-
Que se ha
resbalado de la tabla del columpio y se ha caído, pero tampoco es para tanto –
El Abuelo no entendía semejante barullo – no se ha hecho nada.
-
Para haberse
matado. Abuelo – la madre continuaba mirando al niño y poco a poco todos se
iban tranquilizando – tienes que tener mas cuidado porque el niño es muy
pequeño
-
Yo no tengo la
culpa que el niño se baje del columpio antes que esté completamente parado –
contestó el Abuelo convencido de su inocencia
-
Hombre, no digas eso porque las cuerdas las pusiste
tu en la rama del árbol
-
Si, pero para que
se suban los niños que no se caen, no éstos tan pequeños
-
¿Se ha subido él
solo?
-
Lo he subido yo
-
No te das cuenta
que es muy pequeño
El
Abuelo se dio media vuelta cabizbajo y se alejó del tumulto. Con paso lento
anduvo hasta el pueblo. Llegó al bar de Juan y se tomó un café con leche con
unas gotas de aguardiente y estuvo un rato sentado ante una mesa con un mármol
casi tan envejecido como él. En su superficie, que había sido blanca, todavía
quedaban restos de escritos con lápiz anotando los puntos de una partida de
“cinquillo” que todas las tardes congregaba a bastantes viejos alrededor de la
mesa. El Abuelo estaba triste, su cara con las arrugas que el tiempo iba
dejando como una huella de su pasado, no mostraba una expresión tan risueña
como en él era habitual. Sabía que quería a sus nietos mas que nadie en el
mundo y sin embargo su nuera ¡quien se lo iba a decir! parecía como si le
culpase de la caída del niño
-
Es una tontería
- pensó pero, a pesar de todo, seguía
pensando en las palabras de su nuera – mira que si se llega a matar
Que
barbaridad, como si fuera el único niño que se cae de un columpio. Todos se
caen de vez en cuando y casi nunca pasa nada e incluso aunque pasase ¿no se
montarían nunca más? El Abuelo había
fabricado el columpio con la mejor de sus intenciones y ahora resulta que casi
era el causante de una mas que posibilidad de un grave accidente ¡que pena! le
encantaría jugar con sus nietos, que hicieran el bestia todo lo que
quisieran, que se subieran a los
árboles, incluso que se cayeran y hasta que se hicieran alguna brecha, no muy
grande por supuesto, pero que los niños fueran niños, que se portaran como
tales, que hicieran miles de travesuras, que se pusieran negros de porquería,
que disfrutaran de las bondades del campo y que fueran, pues eso lo que eran,
niños que iban creciendo poco a poco. El Abuelo era de los convencidos que la
diversión se esconde en cualquier lugar y que para encontrarla no hacía falta
recurrir a la tecnología punta, ni mucho menos, lo mas importante era tener un
poco de imaginación, algo de fantasía que los niños la tienen por el mero hecho
de ser niños y sobre todo ganas de dejarles hacer lo que les de la gana,
ayudándoles y llevándoles por donde uno quiere pero sin ninguna limitación. Si
por él fuera – esto que no lo oiga mi nuera que entonces si que me mata – no
habría cogido a su nieto en brazos, si no que le hubiera convencido que iba en
un avión y que había tenido un avería y había hecho un aterrizaje de emergencia
justo delante de la casa, que la caída no había sido desde la madera del
columpio si no al dejarse caer por una
rampa desde la puerta del avión hasta el suelo y que una vez que habían
descendido todos los pasajeros, el avión se había incendiado y por eso no había
ni rastro del aparato. Eso es lo que hubiera hecho el Abuelo, pero las cosas no
siempre son como uno quiere y el niño en lugar de entender la caída como una
experiencia positiva y así tener la posibilidad de aplicarla en otras muchas
caídas que seguro tendría en su vida, lo que había hecho, por culpa de su
nuera, eso lo tenía claro, era no asumir la realidad, no ser consciente que la
caída había sido por su culpa y agarrarse a un clavo ardiendo que en este caso
eran los brazos de su madre y ella, la madre, su nuera, que no le caía mal pero
era muy diferente al Abuelo, también podría haber tenido algo mas de
imaginación, esa que al Abuelo le sobraba y en lugar de tomárselo como casi una
tragedia, se podría haber inventado que lo habían trasladado al Hospital en una
ambulancia, tocando una sirena que iba despertando a todos los vecinos y que,
como afortunadamente, no tenía ninguna lesión importante, lo devolvían a su
casa en otra ambulancia, pero ésta en lugar de una sirena llevaba un altavoz en
el que iba anunciando que el niño se encontraba muy bien y que volvía a jugar.
El
Abuelo dejó unas monedas en la barra del bar, se despidió del dueño que estaba
jugando una partida con unas cartas viejas y otra vez con paso lento desanduvo
el camino tranquilamente hasta su casa. La brisa no era importante, las hojas
de los árboles se movían al ritmo de sus propios pasos, alguna nube trataba sin
conseguirlo de acelerar la llegada de la noche y el camino, plano y liso, invitaba a recorrerlo aspirando su olor y
masticando sus sabores.
Los nietos entran en la vida familiar y a Juan le gusta. A mí también. Lo mejor que tenemos en esta vida son los nietos.
ResponderEliminarUn abrazo a todos y Buena Semana Santa
Pobre Abuelo; ha sufrido..... Con lo que los abuelos queremos a los nietos !!!!!
ResponderEliminarMuy bonito. Los nietos son una bendición.
Feliz S.Santa y hasta el próximo
Bss
Que pena me ha dado el abuelo y como me ha gustado lo de intentar explicar al niño que hace un tiempo sus abuelos no eran abuelos. :)
ResponderEliminarMe dará tiempo a leer el siguiente? Vamos a intentarlo!
Pobre abuelo......... con lo contento que estaba con su columpio. La verdad es que algunas madres son un poco pijoteras y hacen a sus hijos tontos, si hubieran dejado al abuelo solo con su nieto y le hubiera contado todas su fantasías el niño estaría encantado.Bueno, lo del mono es buenísimo... mañana me leo el siguiente y así me pongo al día. Besos.
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