viernes, 22 de marzo de 2013


 Queridos blogueros/as: Tengo que reconocer por primera vez desde que soy aficionado a esto de escribir que, por primera vez y sin que sirva de precedente, que el Abuelo de éste capítulo soy yo. Hace mucho que no lo leía y lo debí de escribir algún día de esos que estás así como un poco bajo y me salió esto que no está mal. Sobre todo los Abuelos y Abuelas que leéis esto, ojo que todos sabemos que somos tres, estaréis de acuerdo en que las cosas son mas o menos como os cuento, pero en fin, ese es el papel que nos ha tocado vivir y lo que tenemos que hacer es disfrutar de los nietos que para eso están y si alguno se cae de un columpio ¡que le vamos a hacer!
Un abrazo
Tino Belas



CAPITULO 9.-

Juan pareció despertar. Casi sin darse cuenta había entrelazado sus dedos con Ana, se había bebido toda la ginebra y le pareció volver a un mundo con el que siempre había soñado. Era de noche, la luna parecía querer sustituir al sol iluminando a su manera el amplio valle y el silencio se iba haciendo amo y señor de todo. Juan recorrió con sus ojos un paisaje que le resultaba tan familiar y a continuación se metió en la cama a la espera del nuevo día. Como todas las noches y antes de cerrar los ojos dio gracias a Dios por todo lo ocurrido durante ese día y sobre todo por conservar una memoria que le permitía tantos y tantos episodios de su vida. El conservarla era fundamental para transmitir a sus nietos todas sus vivencias y enseñarles, una a una, todas las piedras del camino de su vida para evitar que tropezaran  con ellas.
Eran cuatro niños, sus nietos, los que le hacían ver el paso del tiempo, dos de Carlos de seis y cuatro años y dos de Mateo de ocho y cuatro años ¡cuatro nietos! y parecía que fue ayer cuando hablaba con sus hijos sobre su futuro. Cuantas veces se habían planteado Ana y él como serían sus hijos de mayores y tenía que reconocer que ambos habían vaticinado el futuro francamente mal. ¡Peor imposible! No habían acertado ni una pero lo importante es que los cuatro eran felices. Seguro que tendrían sus problemas, naturalmente, pero en conjunto se podía decir que la vida les sonreía. Vivían bien, tenían buenas parejas, mas tiempo libre que tuvo su padre y sobre todo de lo que disponían a raudales era de juventud. Cierto es que los niños pequeños son la alegría de la casa y sin querer te envuelven en una constante actividad y buen rollito, que dirían los modernos, pero también se hace realidad el refrán castellano que, como todos es producto de la sabiduría popular, “Dios da los niños a una edad en la que se pueden aguantar” y es una verdad como un templo porque para Juan, el abuelo, desde la torre de vigilancia de su castillo de la edad, de mas de sesenta años, lo pasaba maravillosamente bien con ellos, les contaba cientos de cuentos, trataba de iniciarlos en el culto a la naturaleza, les permitía hacer prácticamente todo y lo único que les negaba y era el egoísmo. En ningún caso trataba de educarlos, para eso estaban sus padres. El tenía que conseguir y por lo menos lo intentaba siempre, que fueran a su casa como si cada día fuera una fiesta y de hecho creía que lo había conseguido. No los veía mucho, esa era la verdad, porque el pueblo estaba lejos de la ciudad  y era lógico que sus padres solo los pudieran llevar de vez en cuando y este fin de semana era uno de ellos. Normalmente los padres y los hijos de cada uno se quedaban a dormir en la casa del pueblo, para lo que adecuaban algunas habitaciones y sobre todo una especie de ático que lo llenaban de colchones y allí dormían todos los enanos organizando unas buenas juergas.

El abuelo sabía que estaban a punto de llegar y se sentó en el porche a esperarles. Apoyado en su bastón, compañero de fatigas de tantos y tantos paseos, con una gorra a cuadros muy inglesa, Juan guiñaba un ojo como queriendo escudriñar el futuro y de esta manera conseguía controlar el camino que, a través de infinidad de curvas, se aproximaba al pueblo. Desde su cómodo mirador controlaba a todos los que pasaban, tanto en coche como andando con tanta intensidad como si le fuera la vida en ello. Los coches, en su lenta ascensión, iban dejando una nube de polvo que los hacía todavía más visibles. Cuando venían desde la ciudad lo hacían todos juntos en una furgoneta Mercedes Vito propiedad de Carlos con lo que los primos venían todos juntos, se lo pasaban en grande y el viaje se hacía mucho más llevadero. Cuando se acercaba el momento el campo se iba transformando y hasta los girasoles estiraban sus tallos para asistir a la llegada de la inocencia. Los niños adoraban a los abuelos y los besos y los abrazos eran moneda común. Acostumbrados a la rigidez de la ciudad, el pueblo era para ellos una auténtica válvula de escape. El jardín de la casa se prolongaba, sin solución de continuidad, con los pinares próximos y la ausencia de coches hacía que el peligro fuera mínimo comparado con el de cualquier calle de cualquier gran ciudad.

-        Abuelo – Carlos el nieto mayor de todos que tenía nada mas y nada menos que ocho añazos preguntó - ¿te acuerdas que la última vez que estuvimos aquí nos prometiste que nos harías una portería?
-        Si, claro que me acuerdo – Juan no tenía ni idea de haber prometido semejante cosa – pero no la he podido hacer porque necesito un ayudante
-        Pues venga, vamos a hacerla porque me he traído el balón y me tiras unos tiros.
-        Carlos, Carlos – la madre desde una ventana le daba órdenes – antes de ponerte a jugar sube tu bolsa a la habitación, la deshacemos y luego juegas todo lo que te de la gana
-        Mamá ¿puedo subir por el árbol? – el niño la miraba suplicante desde el suelo
-        Ya sabes que no. Venga sube por la escalera que cualquier día te vas a caer y tenemos un disgusto.

El abuelo desde su sitio cerca del bosque le hizo un gesto como ¡que le vamos a hacer! Y a continuación – tú pon cara como que vas a obedecer, esta vez sube por donde te dice tu madre y en cuando no está subimos por el árbol que es mucho mas divertido

-        ¿Tú también te vas a subir conmigo?
-        Creo que no
-        ¿Te da miedo?
-        Hombre, miedo lo que se dice miedo no, pero ya tengo unos años y si me caigo seguro que me rompo una cadera y menudo lío.
-        No lo entiendo – Carlos puso cara de sorpresa
-        ¿Qué no entiendes?
-        Que no subas por el árbol, porque no se si te acuerda que nos dijiste que hasta hace muy poco esta casa no tenía escalera y siempre tenías que entrar por la ventana.
-        Tú te acuerdas de todo ¿verdad?
-        Pues claro, Abuelo y ¿sabes por qué?
-        No tengo ni idea
-        Porque no me imagino a la Abuela y tú entrando por la ventana
-        Es que en aquella época ni la Abuela ni yo éramos abuelos.

Carlos, desde su cerebro de ocho años, no entendía absolutamente nada. Solo sabía que en casa de sus Abuelos no había escalera, que el Abuelo entraba por la ventana trepando por un árbol, que era muy divertido según le había contado un montón de veces y ahora resulta que no era su Abuelo o que su Abuelo no era su Abuelo, todavía peor

-        Entonces si no erais Abuelos ¿qué erais?
-        Pues mucho mas jóvenes
-        ¿Como “Cachete”?
-        No hombre no, Cachete tiene cuatro años. Éramos pequeños pero no tanto
-        ¿Cómo el tío Mateo
-        ¡Que mas da, Carlitos! No seas pesado. Éramos tan jóvenes que subíamos por el árbol como si fuéramos monos
-        ¿Y te rascabas el culo?
-        ¡Como!
-        Que si te rascabas el culo
-        ¿Yo? – el Abuelo se mantenía muy serio aunque por dentro se estaba partiendo de risa.
-        Te lo digo porque yo fui una vez con Papá y Mamá al Zoo y había unos monos que se lo rascaban tanto que lo tenían colorado como un tomate.
-        Sería que les picaría
-        Claro, que cosas tienes Abuelo, pero yo hacía lo mismo en casa y Mamá me regañaba y hasta una vez  me dejó castigado sin salir del cuarto.
-        Me parece muy bien porque es un gesto bastante feo y los niños no lo debéis hacer
-        ¿Y los monos si?
-        Eso da lo mismo porque los monos son monos
-        Pues ¿sabe lo que te digo – el niño miraba a la copa de los pinos cercanos – que me gustaría ser mono
-        Hombre, tampoco hay que exagerar – Juan se partía de risa aunque tenía que mantener la seriedad de un abuelo – si que es verdad que los monos saltan y trepan por los árboles y se pasan el día comiendo cacahuetes y
-        Y se rascan el culo, Abuelo
-        Bien y hasta se rascan el culo, pero los que tú viste estaban en una jaula ¿no?
-        Claro porque si no se escapan
-        Pues a mi en ese plan no me gustaría ser mono – el Abuelo señaló los montes lejanos – prefiero vivir aquí disfrutando de la naturaleza que metido en una jaula
-        Si, pero me escaparía
-        Ya, pero los cuidadores no son tontos y no te dejarían
-        Bueno- el niño puso cara de pillo – pero yo buscaría unos alicates, cortaría la tela metálica y me escaparía para venir a jugar contigo
-        Carlos, Carlos – su madre le llamaba desde la ventana del dormitorio - ¿qué te he dicho?
-        ¿Todavía no has ordenado tu ropa? Preguntó el Abuelo
-        Es que no me ha dado tiempo
-        Anda, anda no seas cara dura, vete a tu cuarto y obedece a tu madre

Carlos entró en la casa con cara de pocos amigos. ¡Que pesados son los padres! Todo el día ordenando ropas, juguetes y mil cosas mas para luego jugar y que no vuelvan a estar en su sitio. El Abuelo había construido con una madera vieja que se había encontrado por ahí y unas cuerdas que compró en la ferretería del pueblo un columpio que colgaba de la rama de un pino próximo. El nieto mas pequeño se bajó sin esperar a que el balancín estuviera totalmente parado y se cayó cuan largo era. El Abuelo se asustó y aunque estaba a tan solo unos metros de distancia acudió rápido en su ayuda mientras el nieto lloraba como un loco. No parecía que se hubiese hecho nada importante, pero el llanto iba aumentando lo que hizo que se acercaran rápidamente los padres de la criatura.

-        Abuelo ¿qué ha pasado? – preguntó el padre tomando en brazos al niño mientras le besaba y lo acunaba como si se estuviera muriendo
-        Que se ha resbalado de la tabla del columpio y se ha caído, pero tampoco es para tanto – El Abuelo no entendía semejante barullo – no se ha hecho nada.
-        Para haberse matado. Abuelo – la madre continuaba mirando al niño y poco a poco todos se iban tranquilizando – tienes que tener mas cuidado porque el niño es muy pequeño
-        Yo no tengo la culpa que el niño se baje del columpio antes que esté completamente parado – contestó el Abuelo convencido de su inocencia
-        Hombre,  no digas eso porque las cuerdas las pusiste tu en la rama del árbol
-        Si, pero para que se suban los niños que no se caen, no éstos tan pequeños
-        ¿Se ha subido él solo?
-        Lo he subido yo
-        No te das cuenta que es muy pequeño

El Abuelo se dio media vuelta cabizbajo y se alejó del tumulto. Con paso lento anduvo hasta el pueblo. Llegó al bar de Juan y se tomó un café con leche con unas gotas de aguardiente y estuvo un rato sentado ante una mesa con un mármol casi tan envejecido como él. En su superficie, que había sido blanca, todavía quedaban restos de escritos con lápiz anotando los puntos de una partida de “cinquillo” que todas las tardes congregaba a bastantes viejos alrededor de la mesa. El Abuelo estaba triste, su cara con las arrugas que el tiempo iba dejando como una huella de su pasado, no mostraba una expresión tan risueña como en él era habitual. Sabía que quería a sus nietos mas que nadie en el mundo y sin embargo su nuera ¡quien se lo iba a decir! parecía como si le culpase de la caída del niño

-        Es una tontería -  pensó pero, a pesar de todo, seguía pensando en las palabras de su nuera – mira que si se llega a matar

Que barbaridad, como si fuera el único niño que se cae de un columpio. Todos se caen de vez en cuando y casi nunca pasa nada e incluso aunque pasase ¿no se montarían nunca más?  El Abuelo había fabricado el columpio con la mejor de sus intenciones y ahora resulta que casi era el causante de una mas que posibilidad de un grave accidente ¡que pena! le encantaría jugar con sus nietos, que hicieran el bestia todo lo que quisieran,  que se subieran a los árboles, incluso que se cayeran y hasta que se hicieran alguna brecha, no muy grande por supuesto, pero que los niños fueran niños, que se portaran como tales, que hicieran miles de travesuras, que se pusieran negros de porquería, que disfrutaran de las bondades del campo y que fueran, pues eso lo que eran, niños que iban creciendo poco a poco. El Abuelo era de los convencidos que la diversión se esconde en cualquier lugar y que para encontrarla no hacía falta recurrir a la tecnología punta, ni mucho menos, lo mas importante era tener un poco de imaginación, algo de fantasía que los niños la tienen por el mero hecho de ser niños y sobre todo ganas de dejarles hacer lo que les de la gana, ayudándoles y llevándoles por donde uno quiere pero sin ninguna limitación. Si por él fuera – esto que no lo oiga mi nuera que entonces si que me mata – no habría cogido a su nieto en brazos, si no que le hubiera convencido que iba en un avión y que había tenido un avería y había hecho un aterrizaje de emergencia justo delante de la casa, que la caída no había sido desde la madera del columpio si no  al dejarse caer por una rampa desde la puerta del avión hasta el suelo y que una vez que habían descendido todos los pasajeros, el avión se había incendiado y por eso no había ni rastro del aparato. Eso es lo que hubiera hecho el Abuelo, pero las cosas no siempre son como uno quiere y el niño en lugar de entender la caída como una experiencia positiva y así tener la posibilidad de aplicarla en otras muchas caídas que seguro tendría en su vida, lo que había hecho, por culpa de su nuera, eso lo tenía claro, era no asumir la realidad, no ser consciente que la caída había sido por su culpa y agarrarse a un clavo ardiendo que en este caso eran los brazos de su madre y ella, la madre, su nuera, que no le caía mal pero era muy diferente al Abuelo, también podría haber tenido algo mas de imaginación, esa que al Abuelo le sobraba y en lugar de tomárselo como casi una tragedia, se podría haber inventado que lo habían trasladado al Hospital en una ambulancia, tocando una sirena que iba despertando a todos los vecinos y que, como afortunadamente, no tenía ninguna lesión importante, lo devolvían a su casa en otra ambulancia, pero ésta en lugar de una sirena llevaba un altavoz en el que iba anunciando que el niño se encontraba muy bien y que volvía a jugar.

El Abuelo dejó unas monedas en la barra del bar, se despidió del dueño que estaba jugando una partida con unas cartas viejas y otra vez con paso lento desanduvo el camino tranquilamente hasta su casa. La brisa no era importante, las hojas de los árboles se movían al ritmo de sus propios pasos, alguna nube trataba sin conseguirlo de acelerar la llegada de la noche y el camino, plano y liso,  invitaba a recorrerlo aspirando su olor y masticando sus sabores.








4 comentarios:

  1. El Tío Javier Belas23 de marzo de 2013, 1:14

    Los nietos entran en la vida familiar y a Juan le gusta. A mí también. Lo mejor que tenemos en esta vida son los nietos.
    Un abrazo a todos y Buena Semana Santa

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  2. Pobre Abuelo; ha sufrido..... Con lo que los abuelos queremos a los nietos !!!!!
    Muy bonito. Los nietos son una bendición.
    Feliz S.Santa y hasta el próximo
    Bss

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  3. Que pena me ha dado el abuelo y como me ha gustado lo de intentar explicar al niño que hace un tiempo sus abuelos no eran abuelos. :)

    Me dará tiempo a leer el siguiente? Vamos a intentarlo!

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  4. Pobre abuelo......... con lo contento que estaba con su columpio. La verdad es que algunas madres son un poco pijoteras y hacen a sus hijos tontos, si hubieran dejado al abuelo solo con su nieto y le hubiera contado todas su fantasías el niño estaría encantado.Bueno, lo del mono es buenísimo... mañana me leo el siguiente y así me pongo al día. Besos.

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