El otro día oyendo el discurso de Antonio Muñoz Molina que pronunció con motivo de serle entregado el Premio Príncipe de Asturias de Literatura comentaba aquello del oficio de escritor y decía que para eso había que dedicarle muchas horas y pensaba yo para mi mismamente, que diría Doña Rogelia, eeso no debo de ser yo porque ni me acuerdo la última vez que escribía algo, menos mal que tengo muchos capítulos anteriores y solo es copiar y pegar porque si no, me pilla el toro igual que si corriera por la calle Estafeta de Pamplona el día de San Fermín.
En fin, ya veremos lo que pasa y mientras tanto ahí os va el capítulo 7 que supongo que estará bien porque yo hace mil años que no lo repaso.
Un abrazo
Tino Belas
CAPITULO 7.-
Fernando
Altozano Ortiz de Mendivil pisó el acelerador de su pequeño deportivo dejando
atrás la casa donde vivía desde hacía doce años. Antes, su padre D. Antonio
Altozano Gil de Viana, tenía su residencia en el tercer piso de la calle de
Alcalá 14, justo encima de la
Notaría que primero había sido de su abuelo y posteriormente
a su nombre, pero con la muerte de su augusta madre le había tocado en herencia
una casa cerca de la calle Arturo Soria
en la que, por aquel entonces, era una Urbanización de postín con solo cincuenta
chalets. Por comodidad, al principio,
solamente iban los fines de semana, pero a D. Fernando le suponía una salida
para disfrutar de los hijos en plena naturaleza y era consciente que el no
utilizar el enorme caserón de fines de siglo, lo único que le suponía eran mas preocupaciones. Su madre, Doña
Victoria Ortiz de Mendivil pertenecía de lleno a la alta sociedad madrileña y
desde siempre se negó en redondo a vivir “en colonias,” como denominaba a la
preciosa Urbanización. Su paseo diario por La Cibeles y el Paseo de
Recoletos, acompañada de Elizabeth, institutriz inglesa de sus hijos y las
partidas de bridge en los salones de su casa por la tarde, llenaban todas sus
horas y el desplazarse hasta Arturo Soria le parecía un auténtico viaje y la
imposibilidad de asistir a sus múltiples compromisos sociales.
En esas estaban cuando D.
Fernando se enamoró perdidamente de Inesita
de Puértolas, hija del Embajador de Venezuela en España y para evitar
los dimes y diretes propios de la ciudad, se inventó una infección pulmonar que
le obligaba a respirar diariamente aire puro y a ser posible en las áreas
próximas a Arturo Soria por prescripción facultativa de su íntimo amigo el Dr.
D. Froilán de Avellaneda del que todo Madrid sabía su afición a las fiestas de
sociedad y sus amoríos con jovencitas a las que iniciaba en el arte de amar.
Así fue como Fernando
Altozano en compañía de su madre, sus dos hermanos, Elizabeth y dos chicas de
servicio, inició una nueva etapa, fuera de la calle de Serrano y aledaños,
donde desde hacía unos años había ejercido su bien merecida fama de galán. Era
un joven guapo, serio, bien parecido, escrupulosamente vestido y perfectamente
aseado, estudiante de Derecho con solo veintitrés años y amigo de sus amigos y
de la velocidad.
El hecho de vivir en las
afueras y sobre todo el haber descubierto a su padre en manos de Inesita en un
hostal próximo a Galapagar, le había reportado un coche de importación,
concretamente un MG descapotable que era la envidia de todos sus compañeros de
Facultad y un reclamo para sus múltiples admiradoras que suspiraban porque Fernando las invitase
al Pardo a tomar un refresco. Su vida transcurría por las mañanas en la Facultad tomando apuntes
no solo de Derecho Penal y otras asignaturas sino también de todas las
estudiantes que acudían nuevas a clase, comida en casa con Mamá y Elizabeth,
estudio dos o tres horas y a continuación salida diaria hasta las once de la
noche en que charlaba un rato con Mamá y descanso hasta el día siguiente. Como
se ve, un auténtico “partidazo”, como así se lo hacía ver su madre, Doña
Victoria, quien le daba sabios consejos sobre con quien se tenía que codear.
Fernando desde muy pequeño
era persona muy ordenada y estricta en los horarios y no pasaba ni un solo día,
pero ni un solo día, en todo el año en que no se sentase al menos dos horas a
estudiar, de tal manera que su base era excepcional y las matrículas se
sucedían por doquier. No era el típico empollón pero era, eso sí, muy
constante. Tanto o más que su transformación a partir de las siete de la tarde
en que se volvía un Don Juan fino y educado pero perseverante hasta la total
seducción de la pieza elegida. Había formado parte de una pandilla de niños
bien que desde los quince años merodeaban por el Colegio de Jesús María, en la
calle Jorge Juan y al que iban las amigas de su hermana y las hermanas y amigas de todos sus amigos.
Naturalmente él y el resto provenían del Colegio del Pilar del que ya eran
antiguos alumnos sus padres y en algunos casos, como el de Fernando Altozano,
hasta su abuelo. Con el paso de los años todos los componentes habían tomado
diferentes caminos, pero siempre confluían en el Colegio los viernes a las seis
de la tarde. Excepto dos, todos los demás estaban como clavos en la cafetería a
la hora señalada y desde allí, a pesar del paso de los años, se dirigían en
pequeños grupos hasta la esquina de siempre a esperar a las niñas. Como el
nivel de vida había mejorado y hasta algunos ganaban importantes cantidades de
dinero al mes, la tertulia ya no se hacía en la calle sino que se refugiaban en
“El Mildford” aquel pub donde desde pequeños veían pasar a los mayores de ambos
colegios y los temas también eran diferentes, aunque, en el fondo eran los
mismos pero expresados de otra manera. Lo único que estaba desde siempre
rigurosamente prohibido eran las parejas y solamente aquellas que se formaban
en la misma pandilla eran admitidas aunque con ciertas críticas y tomaduras de
pelo por parte de la mayoría, sobre todos por aquellos, como Alberto Castelo,
que se mostraban incombustibles ante la simple posibilidad de tener que
soportar a una pareja de manera estable (¡que disparate con lo buenísimas que
están todas para qué conformarse con una sola!, solía decir poniendo cara de no
haber roto un plato en su vida)
Fernando se consideraba de
los más resultones y desde siempre había sabido sacarse partido a su atractivo
físico; era guapo y además se lo tenía creído. Su sistema era eficaz y
consistía en explotar su simpatía personal para empezar y atacar duramente
cuando ya tenía confianza. El principio siempre era muy fácil, Fernando era un
estudiante maduro, culto, que había viajado bastante y que conocía cientos de
anécdotas de los tres países en los que había vivido, Francia dos años,
Inglaterra casi uno e Italia nueve meses y medio y era de conversación amena.
Sus años en las distintas embajadas, siguiendo los pasos de su padre que aunque
Notario de profesión se consideraba Diplomático de vocación y como tal había
ejercido hasta casi cumplidos los cincuenta en que se volvió a Madrid, le
habían dotado de un importante don de gentes y todo desde los siete años que
fue la primera vez que salió de su casa para irse a Roma donde D. Fernando
padre había sido designado Embajador Plenipotenciario ante la Santa Sede.
Pués si, cortísimo....tengo ganas de leer el siguiente capítulo...a ver por donde sale este Fernando y que pasará con Ana ????
ResponderEliminarBesos.
Capítulo muy corto. Fernando ligón.
ResponderEliminarMuy bien el cumple de Jesús en Cartagena.
Adiós a todos. Hasta la próxima.
Capitulo corto pero tenemos a Fernando perfectamente situado.
ResponderEliminarQue bien está descrito el perfil del pijo típico madrileño......
Los Belas....lo pasais divinamente. De fiesta en fiesta
Hasta pronto
Bss